Nunca imaginé dedicar hasta cinco columnas a bodas reales: tres, a la de Kate y William y con la presente, dos, a la de Charlene y Alberto. Lo más raro es esto último porque los británicos tienen, al menos, la lozanía de la juventud y el morbo de la pompa inglesa al estilo Diana Spencer, esto es, mezclando lo rancio de Westminster y lo moderno de Elton John.
Sin embargo, lo monegasco, no. Los Grimaldi se me atragantaron desde que faltó la pobre Grace. No por malos sino por familia-inexplicable-que-engrosa las cuentas del Principado. Es el primer caso en la historia de cotización bursátil del RH negativo. O positivo. El que sea. La cuestión es que la sangre cotiza. Eso explica un perfil familiar que, de vivir en la Cañada Real y andar sin zapatos, llamaríamos ‘familia desestructurada’.
El caso es que la simpatía hacia Kate y William se torna antipatía cuando se trata de Charlene y Alberto. Él me parece más fofo que un ‘barbapapá’ y ella, más hierática que una cariátide ateniense. Y qué decir del beso. Las devotas de mi parroquia besan con más fruición la reliquia de San Valero en el día grande de Russafa.
Pero el colmo llegó ayer cuando conocí los términos del contrato pre-nupcial. Ella está obligada a no divorciarse en cinco años y a dar un heredero al trono.
Desde que lo leí no salgo de mi asombro. Es más antiguo que un trilobites. De pronto todo el ‘glamour’ de Charlene se oscureció y me pareció ver a esas reinas medievales, enterradas en plena juventud por parir una y otra vez hasta dar un heredero varón al rey. Mujeres totalmente anuladas, convertidas en úteros sin vida, futuro ni felicidad.
No entiendo que se mantenga un ‘status quo’ contrario a la dignidad y a la igualdad. Y que una mujer lo firme con tal de casarse con un Príncipe. Un regente que tiene bastardos reconocidos, por cierto.
Por una vez, me alegro de que la Casa Real española no fuera testigo de ese anacronismo.