Este verano he entendido lo que están sufriendo los fabricantes pero, sobre todo, los vendedores de coches. Digo ‘sobre todo’ porque da la sensación de que duele menos una crisis sobre una gran marca automovilística que sobre un particular.
Es cierto que las grandes empresas resisten, entre otras cosas, porque recibieron ayudas para ello y solo así pudo frenarse una sangría que hubiera llevado al paro a miles, entre trabajadores directos e indirectos. Por eso, aunque el riesgo siga ahí, tengo en medio del alma tanto a quienes han sido despedidos de esas empresas como a los pequeños empresarios que regentan un concesionario con dos o tres personas a su cargo.
Para ésos debe de estar resultando un infierno dar salida al stock de coches acumulados que no hay modo de vender. Y digo que lo he visto con claridad porque este mes de agosto decidí, tras un fuerte pressing de los amigos, comprarme un coche nuevo.
Mi resistencia de lustros se debía a una mezcla de fidelidad a un vehículo que salió magnífico y poca afición a la renovación automovilística como símbolo de estatus. En definitiva, que llevaba años manteniendo mi viejo coche contra viento y marea y agradeciéndole a diario que aguantara heroico su segunda década.
Sin embargo llegó el momento de cambiar y me encontré con la realidad del sector en un minuto. Fue aquel en el que me dijeron el precio, que creí un error hasta que lo confirmaron apelando a que este mes de agosto podían hacer ‘ofertas salvajes’. Lo fuerte no era solo la oferta sino constatar que el coche nuevo me iba a costar más barato que el anterior.
Por un coche nuevo y con todo el equipamiento necesario he pagado prácticamente la mitad que hace 15 años. Creo que ese dato resume mejor que nada la crisis del sector.
Por eso no me extraña cuando leo que la venta de coches sigue en niveles de hace 20 años. Doy fe. Comprar un coche ahora es casi más barato que entonces.