Recuerdo la primera vez que voté. Me lo tomé muy en serio y, durante semanas, busqué y comparé los programas electorales. Luego vino el desencanto y la opción colorista, en blanco, nulo y no sé cuántas combinaciones más. Creo que los he votado a casi todos. Casi. No todos.

Sin embargo, en la que se aproxima, he dado un paso más. Me lo noto. Ya no es que no me crea las promesas electorales, es que me indignan.

No es una indignación al uso, es decir, a lo 15-O. No en vano ayer no fui a la manifestación a pesar de haber animado a hacerlo casi en solitario desde esta tribuna ante el famoso 15-M.

En esta ocasión no lo hice porque tenía muy claro el lugar de los católicos en esa protesta. Ya sé que se me dirá que había sitio para ellos. El mismo que dejaron en la Puerta del Sol haciendo un pasillo para insultarles. Lo siento. Aquello fue profundamente dañino para la convivencia. Y no vi a nadie disculparse.

Sin embargo, sí estoy indignada. Lo estoy con las promesas que tenemos que escuchar en estos días. Ayer, sin ir más lejos, conocimos las del PSOE, las de RbCb. Como si no hubiera estado en el Gobierno que deja ahora el poder. Como si no hubiera tenido capacidad ese mismo partido de llevar adelante las medidas que ahora pregona.

Por ejemplo, la que propone recortar privilegios a la Iglesia. Me molesta que se la use para conseguir votos. Me parece muy bien que el PSOE sea laicista, que exija determinadas cosas a la Iglesia o que no la acepte en el espacio público. Es libre de pensar y proponer lo que quiera al respecto. Pero me enfada que la utilicen para conseguir los votos de izquierda perdidos en una política de derechas.

Han tenido ocasión de sacar adelante una Ley de Libertad Religiosa que, nos guste o no, puede llevar el Gobierno al Parlamento y aprobarlo con los apoyos necesarios. Sin embargo no lo hizo y ahora presume de laicista. No solo no me convencen. Es que me enfadan.