Aunque sé que pocas cosas pueden entretener más a todo un país que una boda real, llevo tiempo dándole vueltas a qué es lo que me resulta tan rancio en la boda de Victoria de Suecia.
Una boda de princesas es rancia por definición en la medida en que la situación de la mujer actual está lejos del rol de princesa bella e inactiva que las bodas perpetúan sin que ninguna voz feminista se alce para criticarlo. La de Victoria de Suecia, al menos, lo es literalmente.
Sin embargo, el anacronismo no es exclusivo de la realeza sino de la propia imagen que tenemos de las bodas basadas en una visión arcaica de la mujer. Quizás por eso me resultan, a menudo, el mayor ejercicio de sinceridad involuntaria de una sociedad hipócrita. En ellas se muestra lo que de verdad piensa la mayoría sobre la mujer y su rol en el mundo.
Eso explica por qué el centro de una boda es la novia y el comentario más deseado, la belleza del traje que viste. O sea, la mujer debe ser -como hace cientos de años- una princesa bella y discreta. También así se entiende por qué a las bodas hay que ir acompañada o de lo contrario una se arriesga a ser preguntada, escrutada e incluida en los peores chascarrillos si no hace visible al novio, marido o acompañante ocasional.
En una boda convencional, todo el entorno familiar reproduce clichés arcaicos sin apenas darse cuenta. Por eso la novia ha de ser la princesita del cuento pues, para esa sociedad anclada en el pasado, el final feliz en la vida de toda mujer es el mismo que el de una princesa: casarse con un príncipe, comer perdices y decir a todo el mundo que no puede ser más feliz. Aunque la realidad diste mucho de parecerse a eso.
No deja de ser una paradoja la resistencia social a romper ese molde cuando se han conseguido cotas más altas en el cambio de mentalidad acerca de la mujer. Sin embargo, aun con todo, lo más rancio de la boda de Victoria son las gafas de Daniel.