Espero equivocarme en el pronóstico pero diría que la JMJ ha marcado un punto de inflexión en la relación de los católicos con los demás ciudadanos en nuestro país. No me refiero a lo que significan estos grandes eventos para la vida religiosa ni para las relaciones entre la Iglesia y el Estado sino a los riesgos para la convivencia.
En la JMJ se ha pasado una línea roja. Ya sé que son cuatro exaltados, por eso no quiero exagerar ni crear una psicosis de persecución por mucho que algunos gritaran «vamos a quemaros como en el 36» pero tampoco conviene seguir como si nada. Ha pasado. Se ha cruzado una línea. Y conviene estar alerta.
Todas las persecuciones contra un colectivo marginado comienzan con la creación de un estado de opinión de modo tal que cuando llega el ataque se ve razonable, necesario o terapéutico. Así ocurrió en la Alemania nazi con los judíos. Después de una brutal maniobra de propaganda, hubo quien los vio como un peligro, como los culpables de todos los males o como una rémora para el país. La cuestión es que del insulto, la mofa en la prensa o el documental insidioso se pasó a la confiscación de sus bienes, la creación de guetos y el intento de exterminio con el ignominioso resultado que conocemos.
También ha ocurrido con otros grupos en nuestro propio país. Quién no recuerda los tiempos en que los chistes «de maricones» eran un caldo de cultivo ideal para que su defenestración social fuera un hecho y se llegaran a incluir en archivos de la dictadura para su erradicación. O cómo se señalaba a quien no iba a misa para arrinconarlo y terminar considerándolo un enemigo de la honra y la patria. Y eso por no hablar del País Vasco y lo que algunos han tenido que sufrir solo por no compartir la ideología dominante, que no necesariamente mayoritaria.
Esas terribles consecuencias que llevaban al exilio, a la cárcel o al suicidio comienzan con un insulto en la calle, una pintada o una broma de mal gusto. Y sobre todo con un entorno que no reacciona por miedo a ser incluido en el saco de los rechazados.
No quiero decir que el católico esté perseguido en España pero ser insultado solo por serlo, sea en la calle o en las redes sociales, ya es suficiente para activar la alarma. Una sociedad no puede permanecer pasiva cuando alguien es atacado por sus ideas o creencias. Por principios, pero también por sentido práctico. Esas actitudes o se cortan a tiempo o permiten los extremismos tanto de los anticatólicos como de los creyentes que acaban viendo enemigos por todas partes.