“Si me llama el rey para echarme la bronca, me da un síncope”. Así me lo decía el otro día mi mejor amiga. No es para menos. Hay personas a las que preferirías no ver enfadadas y menos con una misma. Y el rey es una de ellas.
Mi amiga lo comentaba con motivo del caso Undargarín pero yo lo pensaba ayer viendo la cara que ponía Don Juan Carlos con el representante de Amaiur. A mí me pone esa cara y le digo: “¡Ay, usted perdone, Majestad, que me he dejado sin poner el ticket de la ORA en el coche y me van a multar!” Y ya no vuelvo. Aunque en Zarzuela no haya zona azul y yo hubiera llegado en taxi hasta allí.
No solo fue el gesto de saludo sino también su rictus mientras el otro hablaba. Parecía que el Rey le miraba esperando que el otro dijera lo que quisiera mientras pensaba que nada de lo que le pudiera decir le podía interesar más que ver la teletienda.
Y encima sin las gafas, que siempre protegen de las miradas que matan. La del rey no diré que mata porque precisamente quien lo ha hecho durante medio siglo es la de complacencia con ETA de los de Amaiur o similares, pero sí perfora cuando mira desde su trono. Y no me refiero al trono real sino al que ha conquistado esforzándose durante décadas por España.
Don Juan Carlos lo miraba dando por hecho que era su deber institucional recibirlo pero era su deber moral para con los españoles hacerlo con frialdad y sin ganas. Como harían sus súbditos si se encontraran con él.
Él ha visto morir a compañeros del Ejército, de las Fuerzas de Seguridad que lo dan “todo por la patria”, a ciudadanos que trabajan en la panadería o en furgonetas de reparto levantando este país y a políticos que, a pesar de ser amenazados, no han huido ni de su tierra ni de su responsabilidad. Como para saludar amigablemente a quien considera sus muertes un mal necesario. Bastante hizo con no mandarlos a Washington o dejarles un ojo como para llevar gafas negras.