Podría decir que me llamó. Total, entre él que es críptico y gallego y yo que no tendría el más mínimo interés en que se supiera la verdad, nunca podría confirmarse ni desmentirse. Pero no. A mí no me llamó Rajoy.
No fue fruto de un móvil infrautilizado (el mío) a juzgar por los enfados de los amigos a cuenta de mi absoluta desafección hacia ese aparato. Digamos que padezco lo contrario a la “nomofobia” que es el nombre asignado al miedo a salir de casa sin el móvil. Una servidora sale a menudo sin él. Sin recordarlo. Sin echarlo en falta y sin mirarlo siquiera al llegar a casa, salvo error u omisión.
En definitiva que no es que me llamara y se quedara esperando. No creo, vamos. Ahora que lo pienso, desde ayer por la mañana no he mirado el móvil, así que podría ser.
Otros, en cambio, me consta que han pasado penurias de todo tipo por no alejarse de su portador de buenas noticias. Supuesto portador. Ni comer ni salir al cine o al teatro donde se ven obligados a apagarlo, ni concentrarse en otras cosas por miedo a desatender una llamada del Olimpo.
Lo cierto es que muchos se habrán apolillado pegados al “telefonino”. Pocos son los llamados y menos los elegidos, diríamos parafraseando la frase evangélica, y aún añadiría: y muchos los despagados.
No termino de entender esa pasión por las negritas. Por los nombres en negrita, quiero decir. A mí me da absolutamente igual quien sea si es capaz. Ocurre como con el hecho de ser mujer. No me importa que sea hombre o mujer si vale para el puesto, excepto que, por defecto, se crea idóneo al hombre como suele ocurrir.
La imagen de hoy, más allá de los ministros, era la jura del presidente del gobierno ante el rey. Menos mal que estaba la reina. A las más altas autoridades les vendría mejor ser llamadas en masculino: todo hombres. Los más altos dirigentes del Estado.
Pocos son los llamados y menos las elegidas. En el gobierno, también.