El triunfo de España en el Mundial nos ha adelantado una sensación terriblemente placentera de agosto. No me refiero a las vacaciones propias sino a las ajenas. Es decir, a la tranquilidad de espíritu que da poder posponerlo todo para ‘después’.
Con eso de que en agosto la mitad de los negocios ha cerrado por vacaciones y la otra mitad, no dispone de personal para pedidos, entregas o facturaciones, se hace muy difícil seguir con la rutina y, si lo intentamos, acabamos por convencernos de que en un día de septiembre avanzaremos más que en una semana de agosto.
De ese modo terminamos por rendirnos y, por fin, nos acostumbramos a pasar indolentemente el mes de asueto. Incluso quien trabaja lo hace en muchas ocasiones a medio gas por imperativo social. Y, además, descubre que es mejor trabajar en agosto y cogerse las vacaciones luego que al revés. En comparación, quien vuelve el 1 de septiembre lo tiene peor porque tiene que solventar el retraso que ha producido ese ‘parón’ natural de agosto. Sin embargo, es un tiempo irreal maravilloso donde toda responsabilidad queda emplazada a ‘la vuelta’. No se elimina pero se anota en ‘tareas pendientes’ y se deja reposar. Es como un domingo por la mañana prolongado. Ese momento en el que nada parece correr prisa. Siempre puede dejarse para el lunes a primera hora.
Con el Mundial, sobre todo en la última semana, todo ha quedado en standby: la crisis, el Estatut, la huelga de metro en Madrid, la investigación en Orihuela o la remodelación de gobierno. Durante unos días ni hemos sabido ni hemos querido saber de eso. De hecho, una servidora, nada sospechosa de locura futbolera, ha terminado por no hablar de otra cosa.
No sé si será la crisis, los 40 o la hiperexposición al fútbol pero he tenido una revelación. He comprendido por fin a los aficionados que semana tras semana desean que llegue el domingo. Por un momento, el mundo se detiene, la razón se suspende y solo queda la emoción de ver marcar a tu equipo. ¡Señor, esta crisis va a hacer de mí toda una ‘hooligan’!