Estoy empezando a desarrollar cierto complejo de Banco Central. O de Fábrica Nacional de Moneda y Timbre.
Lo digo porque parece que los ciudadanos seamos la bolsa del último recurso, como ese bolsillo que rebuscar en un abrigo del invierno pasado cuando nos falta suelto. Allí siempre hay monedas y, con suerte, hasta encontramos algún billete olvidado. Igual que el morral del ciudadano. Un sitio de donde sacar cuando todo falla.
Suben los precios del gasóleo profesional pero nos intentan tranquilizar diciendo que se congela la luz. ¿Y qué? Si se incrementa el coste del transporte ya podemos esperar un aumento generalizado de todos los precios, al fin y al cabo todo necesita ser llevado desde el punto de producción al de venta. Eso quiere decir que seremos los consumidores quienes en última instancia pagaremos.
Lo mismo sucede con la propuesta de obligar a los bancos a pagar una tasa por tener cajeros automáticos en la calle. No hace falta ser un lince para adivinar quién terminará por financiar ese ingreso extra que obtendrían las arcas municipales. ¿Desde cuándo un banco sacrificaría una oportunidad de cobrar una comisión? Nada más lógico que hacerlo en este caso cada vez que uno fuera a sacar dinero del cajero, ése que supondría un gasto extra de aprobarse la iniciativa.
Pero el caso que más me ha enervado en estos días es el de las ayudas a los bancos. No en sí la medida, que ya conocemos de ocasiones anteriores, sino la justificación. Dice el ministro De Guindos que son necesarias para que vuelva a fluir el crédito. Ya sé que el proceso no es automático sino que esos 100.000 millones son para avalar las emisiones de bonos pero da la sensación de estar dando dinero para que los bancos puedan darnos dinero a nosotros. La cosa estaría bien siempre que en el camino ese trueque no reportara beneficios a quien lo gestiona y sí a quien pone el dinero, o sea, los mismos de siempre.