A veces la riqueza del lenguaje resulta molesta. Por ejemplo, cuando diferenciamos “desvío de fondos públicos” de “robo”. Ya sé que no todo el que roba se está apropiando de dinero público pero sí viceversa. Quien se embolsa dinero de todos es un ladrón. ¿Por qué solo consideramos “robo” a llevarse dinero privado y no público?
Lo pensaba al hilo de otro concepto que parece haber quedado en un segundo plano en los casos de corrupción: el de daños y perjuicios. Hay acciones castigadas por la ley que no solo causan un mal directo a la víctima sino que, a ese mal, se une otro tipo de consecuencias que la Justicia también busca resarcir. Por ejemplo, el daño moral en un caso de mobbing.
Ese daño lo estamos viendo todos en cada amigo o familiar sometido a la tortura de un despido injusto, de una negativa a la hipoteca necesaria para su vivienda o a una ayuda para cuidar a una persona dependiente. No me refiero solo al problema del paro, de un desahucio o de falta de asistencia social. Hablo de ese daño que sufren quienes, pudiendo gozar de una existencia mínimamente tranquila, se ven abocados al infierno en un contexto de robo descarado de las arcas públicas.
La crisis está causando esos estragos y no podemos obviar al daño interior de cada drama que conocemos. Los recortes tienen esa cara amarga de la que quizás hablamos demasiado poco: perjudica a los más débiles. ¿Cómo resarcir a un padre de familia que ve a sus hijos andar con zapatos agujereados porque no puede comprarles otros?
Ese daño, tan profundo, no se cubre con una pena de cárcel para quien ha esquilmado las cuentas públicas. Ni tan siquiera con una multa. Solo con la devolución del dinero robado más los intereses y la indemnización por el daño producido podría compensarse. Y debe hacerse, aunque la crisis no sea solo culpa suya. Lo difícil es cuantificar el sufrimiento causado por la falta de recursos públicos.