El comandante del Costa Concordia es un mamón. No me lo tomen a mal. No lo digo con acritud ni tengo por costumbre usar palabras malsonantes o insultos en mis columnas, ya saben. Lo que quiero decir es que es, literalmente, un mamón que, dicho en italiano, es un “mammone”.
Un “mammone” no es todo eso que decimos los españoles cuando le llamamos a uno con el apelativo, ni siquiera en modo cariñoso y con su correspondiente diminutivo “¡ay, mamoncete!”.
En Italia se llama “mammone” a ese tipo adulto que no se separa de mamá, que siempre anda pegado a sus faldas y que es incapaz de ser autónomo, tomar decisiones por sí mismo o planificar su vida sin su beneplácito.
Por eso supe que el comandante Schettino lo era –si se confirma la hipótesis de la huida- cuando me enteré de lo sucedido mientras los pobres pasajeros intentaban sobrevivir.
Cuentan las crónicas más afiladas que, en lugar de ser el último en abandonar el barco como mandan los cánones, la tradición y hasta la épica, fue de los primeros en hacerlo. Pero lo peor no es eso sino que, ya en tierra, al parecer, tuvo tiempo de llamar a mamá para decirle que no se preocupara, que aunque oyera noticias de un naufragio él estaba bien y que había puesto a los pasajeros a salvo. Solo faltó pedirle que le hiciera croquetas para cenar.
¿Quién puede pensar en llamar a su madre en esos momentos? No me refiero a las pobres victimas, muertas de miedo y de frío, queriendo llamar a casa para tranquilizar a los familiares ante una eventual última hora periodística. Lo digo por el responsable de un barco encallado del que todavía no había sido evacuado ni el pasaje ni la tripulación.
¿Tanto temor reverencial le producía su mamá que se sentía obligado a llamar antes que nada, por miedo a la bronca posterior? Yo me temo que, vista la chapuza de tropezar con una “china” en un mar tranquilo, la llamada era para decirle: “mira, mamá, ¡sin manos!”.