Me alegro de no pertenecer a ninguna organización que requiera portar camisas de algún color concreto. Las camisas uniformadas no traen nada bueno cuando el color adquiere un significado: ni las azules del franquismo, ni las negras de los fascistas italianos ni las pardas de los hitlerianos.
La invitación a un color en la camisa rara vez es signo de libertad y sus heridas quedan no solo en el ropero sino también en las almas. No hay más que recordar los problemas que tuvo Juanes en Italia por cantarle a la ‘camisa negra’ haciendo resucitar los viejos fantasmas de Mussolini y sus secuaces.
Solo se salvan, en nuestro contexto, las de colores vivos o claros como las blancas de mi esperanza, que loara Blas de Otero y, si me apuran, las rojas que a lo largo de la historia han traído aires de cambio cuando era necesario: desde los garibaldinos hasta la oposición tailandesa que exigía la vuelta del presidente depuesto, Shinawatra.
Pero en estas horas de aniversario castrista hay una que ha ganado protagonismo hasta convertirse en noticia por sí misma: la camisa verde oliva con la que han mostrado al dictador cubano para celebrar el triunfo de la revolución. De la revolución o de la guayaba que mantiene viva a la momia caribeña, lo mismo da. El régimen se ha encargado de ofrecer a todo el mundo no ya la imagen de Castro vestido de militar para conmemorar la toma del cuartel de Moncada sino el pie de foto que pone el acento en la camisa. Y eso es lo que me ha dado malas vibraciones.
Entiendo que es noticia el cambio de vestuario en Fidel porque ni es la Barbie-Comandante ni se aproxima al Ken de Toy Story, metrosexual y aficionado a los showroom. Ahora bien, ¿por qué cedemos todos a la información oficial que destaca el nuevo (viejo) modelito?
La recuperación del ‘look Comandante’ no es gratuita. Pretende indicar a sus seguidores que sigue vivo y activo, que la Revolución continúa y que nada ha cambiado. Aunque no sea cierto. Esperemos que no tarde en mutar del verde revolución al verde esperanza.