A los valencianos nos suele gustar la paella. Por lo general, sabemos comerla, diferenciamos la exquisita al paladar de la mera pasta de arroz con azafrán e incluso, algunos, la cocinan «de categoría, xè, tu», que es a Ximo lo que «es la leche, oye, pues» es a Patxi. Traducido de las lenguas locales, significa que la guisan «de maravilla».
Pero esa afición e incluso maestría es interpretada erróneamente por nuestros conciudadanos de otras comunidades. Su conclusión es justo la contraria a lo realmente es. Ellos creen que, como nacimos a los pies de una barraca de la Albufera, nos criamos con la leche materna y de ahí pasamos directamente al arrós a banda sin catar la leche de continuación y sin necesitar papilla de galletas. Tan atípico curriculum gastronómico les lleva a pensar que tenemos el arroz en el ADN y si no comemos, habiéndolo delante, nos da síndrome de abstinencia.
Es cierto que un valenciano enamorado del arroz, prefiere una paella antes que cualquier delicatessen de otro tipo, pero hablamos de una ‘paella’. De una buena paella, no de una cataplasma de arroz reventadito de tanto hervir en agua llena de cosas que le impiden ser él mismo. O sea, de una mala paella. (Nótese en la foto el pimiento y los tomatitos cherry que ponen los pelos como escarpias).
Por eso siempre me fastidia la triste experiencia de pasar unos días con gentes no nativas en un lugar lejano de la costa valenciana. Londres, for example. Digamos que Londres no es un lugar al que se vaya a comer. Se come, naturalmente, por sobrevivir, por mantener el ‘countryside’ y las granjas, los animalicos y las verduras pero no se va allí atraído por una comida excelente, vaya.
Sin embargo, hay un lugar cercano a Portobello donde se vende paella pues está próxima la mejor tienda de productos españoles y una de las pocas donde se puede comprar aceite Carbonell, sobrasada de Mallorca o jamón ibérico y no prosciutto di Parma como en los Tesco.
¿Usted le diría a un británico «mira, aquí tienes roast-beef» en un puesto callejero esperando que la opción le deleite tanto como el mejor de los asados que haya comido en la profundidad de las islas? Pues ¿por qué se empeñan los foráneos en decirle a un valenciano «mira, paella» si no es a los pies del Estany de Cullera o rodalies?
A mí me pasa eso cada vez que voy a Madrid. Allí los jueves hay paella, que no milagro, como el título de Berlanga. Lo que es milagroso es que, después de haber comido ‘eso’, haya quien se anime a probar la paella en Valencia sin haber hecho testamento.
Si voy un jueves, raro será que alguien no me alerte de que hay paella en el menú. Como si eso significara algo para mí. Como si fuera a Madrid a comer un arrocito y en L’hardy lo tuvieran como especialidad. Para mí esa alerta solo me indica: atención, pida el otro menú.