Uno de los anacronismos de nuestra casta política es su deseo de pasar a la posteridad con un imponente retrato. El retrato es un género indispensable en la historia del arte pero también en la narración de los hechos históricos. ¿Cómo, si no, conoceríamos la mirada sagaz de Richelieu, el rostro fofo de Fernando VII o la vanidad del Rey Sol? Sus retratos nos los acercan y nos ayudan a evocar los grandes acontecimientos de nuestra historia. Gracias a ellos podemos saber cómo eran Isabel de Castilla, Enrique VIII o Inocencio X. Si, además, el autor era un genio y sabía observar al retratado, llegaremos, incluso, a conocer algo de su psicología, como hizo Goya con la familia de Carlos IV o Velázquez, con Luis de Góngora.
Sin embargo, cabe preguntarse si es necesario seguir una costumbre ancestral, en estos tiempos de Instagram, Flickr y millones de fotos instantáneas y globales. Hubo un tiempo en el que el retrato era el único modo de mandar una foto de carnet, especialmente, al prometido de una princesa o de una dama, o bien de recordar a los grandes mecenas del arte, la política o la cultura. Sus retratos eran homenajes, firmas, declaraciones de propiedad o vanidad de vanidades. Eran, por último, los modos de conocer y darse a conocer entre los grandes del mundo.
Hoy, en cambio, nadie necesita un retrato para que su rostro se conozca ni es el único modo de mantenerle en la memoria. Las imágenes de los medios de comunicación difunden la fisonomía de cualquier personaje en apenas unos segundos a millones de personas. ¿De verdad es necesario ser pintado? ¿No sirve una buena foto? El empeño por mantener esa práctica podría aceptarse en tiempos de bonanza pero no parece razonable en plena crisis, habiendo otras técnicas de memoria tan eficaces como ésa y mucho más baratas, sencillas y contemporáneas. Dedicar hoy recursos escasos a una costumbre vanidosa no tiene justificación posible.