Que la política está llena de víboras no es ninguna sorpresa pero que alguno se reencarne en reptil con tal de fastidiar a su peor enemigo ya es más infrecuente. Que lo hayan deseado alguna vez, no, pero que lo consigan, sí.
Eso debió de pensar González Pons cuando se asomó anteanoche al balcón y vio un cable. No era de luz ni de teléfono y se movía. Era una serpiente de un metro de longitud. Ipso facto, se encargó de contarlo en Twitter e incluso poner una foto del ofidio en Instagram, para espanto de los seguidores, deleite de los opositores y consuelo de los actualizadores de webs que, con su historia y su foto, podían publicar algo entretenido sin desnudos, onanismos ni asaltos de embajadas.
Y una servidora, malaje de nacimiento, imagina ese momento en el que Pons sospecha que Ricardo Costa ha mudado de piel y se ha enfundado un traje de Massimo Dutti “colección Cleopatra” y duda entre llamar a la policía o al móvil de Richi por ver si suena en la oscuridad de la noche valenciana.
Al final, llamó a la policía local que se presentó con el miedo de que Valencia fuera presa de una plaga bíblica de sapos y culebras, caídos, quién sabe si de Cataluña a punto de separar las tierras, que no las aguas del Mar Rojo. Los policías acababan de encontrar otra serpiente un poco más larga en los aparcamientos del Palau, junto al edificio Mapfre. Y la de Pons era la segunda.
¿Habrá una tercera?, me pregunto yo desde entonces. ¿Estará alguien dejando serpientes en lugares estratégicos como cabezas de caballo en historias de gánsteres?
El tema, no me digan que no, da para una novela negra en las profundidades de la Valencia post Camps. Apasionante. Solo lo siento por el especialista de la policía que, teniendo la noche libre, tuvo que trabajar. Y encima lo hizo encantado. Ahora, Pons debería devolverle el favor y trepar a su balcón la noche de Navidad con la extra suprimida. Es lo justo.