Hasta ahora, las elecciones eran procesos curiosos en los que nadie perdía y todos ganaban. No había más que remontarse a la cifra de votos, de escaños o de apoyos callejeros obtenida en la última convocatoria para conseguir ese número que mostrara la mejoría.
Si no, siempre podía recurrirse a una fecha anterior, ya fuera el día en el que el partido reunió a más seguidores para un mitin; que concentró a más aficionados a la cerveza para una Oktoberfest o que convocó a más amantes de los bocadillos de panceta con patatas fritas, para un récord Guinness. La cuestión es que, antes o después, se hallaba el dato que confirmaba que no se había perdido sino todo lo contrario.
En los últimos años, como para algunos resulta imposible defender lo indefendible, se ha instalado en el discurso una nueva expresión que amortigua el fracaso y pospone las consecuencias inmediatas de éste. Es “la reflexión”.
Si se repasan las declaraciones de algunos políticos en las últimas horas, la cuestión no es dimitir, cortar cabezas, sustituir al líder o marcharse a casa sino “iniciar un proceso de reflexión”.
Cuando dicen eso están asumiendo el desastre pero no hablan de él. Es una tregua que solo se concede al propio, no al ajeno. Si un ministro mete la pata se pide su dimisión de inmediato. Al menos, yo no he escuchado a nadie sugerir al ministro Wert que inicie “un proceso de reflexión” sobre lo afirmado en el Parlamento, sino “que se vaya”.
En cambio, ad intra, “se reflexiona”. Valenciano lo dijo ayer para referirse a un Rubalcaba que hace mal parapetándose tras ella y tras la nada. Si, como dijo su número 2, no comparecerá hasta el próximo lunes, se arriesga a permitir una semana de especulación.
Lo mismo ocurre con Pachi Vázquez que ha pedido “una profunda reflexión”. Me pregunto si no hubiera sido mejor haber reflexionar antes y haber visto qué necesitan de verdad los ciudadanos. Parece ser que no.