Hubo un tiempo en que España traía oro y plata a raudales de sus territorios de ultramar. Los expolió, diría Hugo Chávez, y quizás en eso no le faltaría razón. Sin embargo, no fueron solo los conquistadores españoles quienes miraron hacia América Central y del Sur como un pozo sin fondo de ganancias sin alma y sin dueño. Todas las grandes potencias lo han hecho y cabría preguntarse si lo siguen haciendo.
No hay más que ver las corrientes migratorias: ecuatorianos, peruanos, bolivianos o colombianos vienen a España confiando en poder ganarse un modesto pan. Mexicanos, cubanos o haitianos aspiran a entrar en territorio estadounidense para encontrar un futuro que no ven en su tierra. Para todos, los países receptores guardan una cierta mirada de desdén, de condescendencia, cuando no de desprecio. Es la mirada del que se cree más rico y poderoso. La que están hartos de ver al otro lado del Atlántico. Sobre todo porque allí el español nunca ha sido recibido de ese modo.
Se me podrá decir que no lo ha sido porque siempre ha ido de cacique y al señorito no se le tose no vaya a ser que se enfade.
La cuestión es que ahora las cosas están cambiando. La América doliente y olvidada está más fuerte que la Europa engreída. Aún no se ha recuperado de siglos de pobreza y subdesarrollo pero está saliendo de ello con su esfuerzo y su tesón. Europa es, hoy por hoy, una vieja decadente de pasado glorioso, en cambio América es una joven prometedora y llena de vitalidad, sin cargas familiares y con capacidad de ganarse el mundo.
Eso es lo que va a reunirse hoy en Cádiz: la Europa cabizbaja y la América que despunta. Es hora, pues, de aprender a mirar de otro modo a nuestros hermanos latinoamericanos. Una actitud necesaria por principios pero también por estrategia. Ellos conocen más que nadie el yugo de la deuda externa. Es hora de pedirles ayuda y consejo pero sobre todo perdón por nuestra soberbia.