Hay muchas formas de seducir a una mujer: un físico imponente; una billetera repleta o una labia deslumbrante. Algunas, sin embargo, necesitamos otra cosa: un sentido del humor inquebrantable.
Hacer reír es un don. Es verdad que puede aprenderse y conseguir, de vez en cuando, que funcione –doy fe- pero esa capacidad para arrancar una sonrisa, incluso entre lágrimas, es una cualidad divina. Y digo “divina” porque muestra la cara de Dios, como la bondad, la empatía o el tacto hacia los más débiles.
No sé si Dios es todopoderoso, magnífico u onmisciente, lo que sí sé es que el sentido del humor es obra suya porque solo la mano de Dios puede crear algo que nos ayuda a superar las angustias de este mundo, nos hace felices y nos sirve para hacer bien.
Por eso cuando muere alguien como Tony Leblanc, toca rezar, no solo por su alma, sino también para que el Altísimo tenga a bien enviarnos a otro como él.
Si miramos atrás, España superó una durísima postguerra con gentes como Leblanc, capaces de reírse de la propia miseria o de cualquier otra cosa con tal de conseguir que una sociedad hundida sobreviviera al horror y se levantara. Tantas veces hemos criticado desde el paladar más exquisito ese cine de españolada, de cine de barrio y películas en blanco y negro, pero son etapas que no se explican si una válvula de escape como Berlanga, Tony Leblanc o Pepe Isbert.
La pregunta es si tenemos hoy figuras así. Nos hemos endiosado tanto en las últimas décadas que hemos menospreciado la comedia y sin embargo no es menos fácil hacer reír que hacer llorar. Quizás, al contrario.
Ni en narrativa ni en el cine, se prodigan genios del humor. Afortunadamente, sí en el teatro. En ese terreno hay grandes actores y actrices, autores y compañías dispuestas a presumir de cómicos, lo que siempre han sido los profesionales del mundo del espectáculo. Son ángeles enviados para mitigar este valle de lágrimas.