Ya sé que no es el peor caso ni por número de trabajadores ni por función social pero la situación que atraviesan los Paradores me resulta especialmente triste. Son más de 600 los trabajadores afectados en toda España que, comparados solo con RTVV y sus más de 1000 despidos, no constituyen una cifra escandalosa, aunque para cada familia haya un drama detrás.
Tampoco son comparables las consecuencias de ese recorte frente a lo que supone cerrar un centro de salud, una escuela rural o un centro de día para dependientes. Lo sé. Pero han cumplido un papel revitalizador de ciertas zonas y recuperador de determinados edificios que, de otro modo, se hubieran perdido.
Aunque los hay construidos ex novo, lo emblemático de Paradores era rehabilitar palacios, monasterios o edificios nobiliarios y construir en ellos un entorno de ensueño que, por unas noches, era capaz de transportarte al siglo XVI o al Medievo.
Andar por pasillos de piedra recia, abrir portones de madera chirriantes o dormir junto a una armadura de caballero hidalgo evoca pasajes de la historia de España como pocos parques temáticos podrían hacer.
El retumbar de unas pisadas o el frío de los claustros parece traer ecos de cascos de caballo en la batalla o de cantos monacales en vísperas. Es el plus que no puede ofrecer ningún otro hotel porque en ellos está el rastro histórico, no es una recreación ni una puesta en escena. Son escenarios vivos de lo sucedido. Y escenarios ubicados en localidades egregias en su tiempo pero hoy perdidas y olvidadas.
Durante décadas en Europa hemos visto cómo grandes edificios se mantenían por la acción del Estado o por el interés de los bancos que querían tener sedes nobiliarias. Ellos las salvaban. Como Paradores. Lo que no han sabido es adaptarse al low cost: se expandieron como si lo fueran pero mantuvieron los precios como si no. Y, ahora, tenemos el resultado. Triste resultado.