Yendo a trabajar, paso por la puerta de una parroquia valenciana en la que veo, una vez a la semana, cómo se congregan personas con bolsas de tela o carros de la compra. Van a pedir ayuda.
Con el semáforo en rojo, aprovecho para mirarles discretamente. No querría que se sintieran intimidados ni señalados por mi mirada pero me impacta verles allí, ante la última puerta a la que llamar. El otro día me conmovió observar cómo una chica joven acariciaba la espalda de una mujer mayor, como si le estuviera dando ánimos. Ambas, quizás madre e hija, tenían una tristeza infinita en los ojos. Después, me costó concentrarme. Su imagen volvía una y otra vez a mi memoria.
Por eso cuando veo cómo Caritas de Valencia se desgañita pidiendo una política social al Consell; cómo reclama recursos para quienes esperan, bajo el frío de estos días, un poco de arroz o un bote de leche, me pregunto cómo manejar recursos públicos y no rebelarse contra el imperativo de los mercados que se llevan buena parte de nuestros impuestos. Lo hacemos porque nos obligan, sin duda, porque detraerlo de nuestros gastos para engrosar las cuentas de unos bancos mal gestionados o unos especuladores que ni conocemos en lugar de alimentar a estos, pobres, debería soliviantarnos.
Lo decía la secretaria general de Cáritas, Fani Raga, denunciando que en los presupuestos de la Generalitat aumenta un 71% la devolución de la deuda mientras baja un 7% lo destinado a Bienestar Social.
Ése es el primer paso de un proceso que acaba en reacciones desesperadas. Sin embargo, no hay un solo gobierno que plante cara y diga que devolverá lo debido, sí, pero en los próximos 400 años. Antes está la vida.
Ya sé que, si lo hace, nadie le prestará pero, en el fondo, ¿en qué se diferenciaría esa situación de la actual? La opción es, como se ve, pagar a los bancos por obligación y donar a Caritas, por humanidad. Por caridad. Llámelo como quiera.
NOTA: la foto es del periódico Qué, de Barcelona.