El canal de Russafa
Sabía que mi barrio era multicultural, innovador, excéntrico y un poco bohemio pero lo que nunca llegué a imaginarme es que Russafa fuera navegable.
A juzgar por algunas imágenes que circulan por la Red, las galerías del metro nonato, llenas de agua tras las últimas lluvias, permiten eso y más.
No lo he comprobado ni pienso hacerlo porque a mí me sacas de la vela latina y no sé trastear por un canal, pero lo que sí sé es que a Whisky le encanta pasar por delante de la parada inconclusa de Reino de Valencia.
Es una relación de amor/odio. Le atrae pero la teme. No a la parada sino a los gatos que habitan allí. Gracias a ellos, por cierto, a los vecinos solo se nos cruzan ratones del tamaño de Whisky de vez en cuando. Nunca se lo pagaremos lo bastante a estos compañeros de fatigas que encuentran en las escalinatas del socavón su refugio y en la bondad de algunas almas caritativas, su sostén.
Al pasar por allí, mi perro olisquea la presencia de los felinos que, por lo general, le asustan (diría que es un perro pacifista si no fuera porque es un “broncas” con machos de su especie). Pero tiene cierta afición a la parada: hay vida dentro, hay desperdicios fuera, hay un paredón lleno de estímulos olfativos de otros congéneres y, sobre todo, hay sitio por donde pasar sin miedo a bicis, motos o monopatines demasiado próximos a su constantemente reivindicado espacio personal.
Los que no se alegran tanto de tener un agujero tapado con mosquiteras negras son los comerciantes y los restauradores de la zona que parecen vivir en la trinchera de continuo. Así no hay quien atraiga al cliente, al menos no a uno sin ganas de aventuras exóticas en su compra o su cena de fin de semana. A la vista del olvido institucional y de los nuevos descubrimientos, tendrán que hacerse el ánimo y ofrecer cenas en “el canal”, paseos en góndola o ticket de aparcamiento para zodiacs por cada 50 euros de compra.