Estas Navidades he iniciado una dieta sana. My way. Sana por el gustazo de seguirla que no por ser baja en calorías y alquitrán. Ayer mismo empecé el día con pa amb tomaca y llonganisa del payés. Si va a terminar convirtiéndose en una delicia extranjera, quiero presumir de cosmopolitismo desde ahora.
Después tomé unos fideos en caldo de verdura y una hamburguesa de pavo, todo muy healthy, pero eso sí terminé el almuerzo con una copita de mistela y un pedacito de torta cristina. De la terreta. Esa misma donde reposarán mis lorzas una vez abandonado este mundo.
No estoy tremendista. Soy animalista. Cuidaré de los bichitos hasta cuando me vaya al otro barrio. Mejor con lorzas que en los huesos, pensarán ellos.
Por eso voy a patentar la dieta de la mistela. Me avalan incluso estudios valencianos sobre la buena influencia del vino en la prolongación de la vida. Ya sé que el director del proyecto, el profesor Viña, dirá que no se refería a la mistela ni es necesario tirarse a la bebida como medida terapéutica. Lo sé. Pero yo siempre he defendido que las monjas tenían el secreto de la vida casi eterna y a los hechos me remito.
Dice su estudio que se confirma la influencia de una copita de vino en la mejora del gen de la longevidad. En resumen, ¿se ha preguntado usted alguna vez por qué hay tantas nonagenarias en los conventos? Yo tengo mi propia teoría. Es la conjugación de factores que dan calidad de vida: la soltería voluntaria; la ausencia de padecimientos por hijos disolutos; el cuidado de una familia –sí, se cuidan entre ellas mejor que lo harán muchos familiares- y una vida ordenada y en paz con Dios. Y la alimentación: frugal pero sana, incluidos sus pequeños placeres, ya sean unas pastas ya sea una mistelita. Y así he dispuesto que sea mi vejez, larga y productiva. Sin excesos pero sin renunciar a dar gracias a Dios por la hermana uva y por el hermano Viña que lo demuestra.