No voy a juzgar a Benedicto XVI ni voy a sacar el incensario para santificarlo. No me corresponde. Tampoco pretendo ir de lista como tantos pedantes que pululan en estas últimas horas por los medios de comunicación. Y lo que te rondaré.
Solo me pregunto, desde que conocí la noticia, cómo vivió Ratzinger el final de Juan Pablo II. Para los creyentes fue un acto heroico, el último de su vida, y, en efecto, él lo ejerció desde la conciencia de martirio. No quito ni un ápice de mérito y probablemente de santidad. Sin embargo, no puedo dejar de plantearme la salida de ambos papas como la cara y la cruz de un mismo problema: vivir con vejez y enfermedad el cumplimiento de una misión.
En estas horas me ha inquietado la voz de algunos periodistas que ejercen de devotos aunque estén invitados como periodistas. Son los que decían de Juan Pablo II que era un valiente por no renunciar a pesar del dolor hasta la última gota, hasta el último minuto. Esos mismos dicen ahora que Benedicto XVI ha sido un valiente por renunciar e innovar en un entorno más bien inmovilista. ¿En qué quedamos? ¿Es valiente irse o valiente quedarse? Ellos responden que son valientes ambos. Y no digo yo que no pero me sirve la conclusión, no el argumento.
En cualquier caso, si Ratzinger ha visto que el mejor servicio a la Iglesia es tener las fuerzas que a él le faltan solo me quedan dos opciones: o bien Juan Pablo II era un titán más poderoso que él o bien Ratzinger vivió como un calvario los últimos años del antecesor viendo, quizás, cómo se deterioraba el gobierno interno de la Iglesia. No niego que ambos han querido servir a la Iglesia tal y como Dios les ha dado a entender pero sospecho que Benedicto XVI no ha querido ver un final de pontificado como el que conoció. En cualquier caso ha derribado otro muro ancestral. Los papas son de carne y hueso; su misión es divina pero sus fuerzas son humanas y, por tanto, limitadas.