Ayer, viendo a Draghi, entendí al Papa. El presidente del Banco Central Europeo llegó al Congreso y fue recibido como un gran mandatario aunque no haya sido elegido democráticamente, como denunció la oposición. Luego habló en secreto con los elegidos (literalmente) y su visita fue acompañada de una cierta pompa, corte y misterio. Solo le faltaba el cetro. Lástima que en Bruselas no se lleve el armiño esta temporada.
Draghi parecía ayer la encarnación del poder que Ratzinger ha decidido dejar atrás. Ya sé que él deja una misión pero también un entorno de intrigas y poder. Como las que mueven las entrañas de la Unión Europea, las autoridades económicas y la troika.
Viendo a ambos en las últimas horas he entendido por fin a Benedicto. No lo deja por debilidad sino porque solo encuentra un modo de luchar contra los “lobos” que cercan al pastor: pidiendo a Dios que envíe no solo obreros a su mies sino a un David para luchar contra Goliat.
Una de las enseñanzas que siempre me ha cautivado del que será “obispo emérito de Roma” es la que tiene que ver con el poder. Recuerdo sus palabras en Colonia, en su primer viaje, cuando hablaba de los Reyes Magos y cómo cambiaron su visión del poder en su visita a la cueva de Belén.
Desde esa óptica, la figura del entronizado Draghi junto a la del todopoderoso Ratzinger que abandona la púrpura y el oro dan que pensar. El primero, con nuestra vida en sus manos y hablando en nombre de un poder oculto que nos ahoga y nadie ve. Para que luego digan de los ritos religiosos y de la fe. Nos están haciendo tragar con verdades “reveladas” sobre las pensiones y sobre el futuro de voces interesadas y de forma acrítica. Los de Draghi, digo.
El segundo, Ratzinger, escoge el silencio y el olvido del mundo. Su ausencia aún hará más vacante la sede vacante. ¿Qué vio y conoció del poder? Nunca lo sabremos. Mientras, adoraremos al becerro de oro que es quien de verdad manda.