Llevo semanas asombrada con lo de la carne de caballo. No con su comercialización pues hasta hace poco aún había junto al mercado de Ruzafa una tienda que la vendía, pero me parecía cosa de otra época. Lo que me tiene estupefacta es la relajación europea sobre el particular y sobre todo la laxitud de las autoridades comunitarias.
Hace unos años, por unos pepinos, Europa entera señaló a España y a la agricultura española, la demonizó y presentó una imagen de irresponsabilidad que todavía hoy nos cuesta superar. Es cierto que estaban contaminados y sus consecuencias eran peligrosísimas pero no salieron de nuestro país y, sin embargo, el estruendo de la campaña fue colosal. En cambio, ahora, la reacción parece débil. Lo que llama la atención es la falta de atención.
Se presenta como un problema de fraude. Donde debía haber ternera, hay caballo. Y ya está. ¿Cómo pueden asegurar que el producto está en condiciones si los análisis parecen fallar?
Del mismo modo hemos sabido que unos piensos para animales habían utilizado restos de perros muertos. El caso se circunscribe a Galicia en su origen pero no sabemos si en todo el proceso de distribución.
En todos los casos vemos que fallan los controles. Es cierto que la detección se produce precisamente porque los sistemas de supervisión funcionan pero lo hacen tras una actividad irregular que no parece perseguirse con suficiente severidad.
A veces da la sensación de que agricultores y ganaderos apenas pueden continuar con su explotación por las imposiciones de Bruselas. En cambio el tratamiento de esos productos en su comercialización parece empeorar su calidad.
Hasta ahora sabíamos que eso ocurría con el precio hasta márgenes de beneficio ridículos para los productores pero no pensábamos que también pasaba con la calidad. Quizás esa rebaja es la que explica las ganancias de algunos: más precio, menos calidad, más beneficio. Es mucho más que un fraude.