Nunca he seguido de cerca la trayectoria de Yola Berrocal, desde que se le conoció en nuestro país de la mano del Padre Apeles, valga la metáfora.
Solo recuerdo el famoso episodio espiritista de un reality desarrollado en un hotel que, más que glamuroso -como pretendían vendernos- era lo que aquí llamaríamos “coent”. Durante esa sesión de güija catódica, se le vió gritar “sácamelo, sácamelo” (el espíritu, se entiende), presa de un ataque de pánico.
Tampoco me ha cautivado nunca su música (¿he dicho música?) ni, mucho menos, sus historias con fulano o con fulana, literalmente.
Sin embargo, desde que he leído que se pone de ejemplo de la fuga de cerebros que sufre nuestro país, me he convertido en una fan incondicional.
No es cosa de risa. La autoestima es un problema cuando falta pero también cuando sobra. Y ella parece llevar prótesis PIP cargaditas de un altísimo autoconcepto. Por eso no dejo de preguntarme si, en efecto, perder a Yola va a ser una hecatombe. Quizás estamos ante un gran potencial que dejamos escapar.
Y la verdad es que no me explico cómo es posible que en España no tenga trabajo y lo vaya a encontrar en Miami. Que le pase eso a un científico, un ingeniero, un arquitecto o un erudito de la Historia del Arte lo entiendo. En nuestro país hay tantos especialistas, profesionales de alta preparación y grandes cualificados que es normal su difícil reubicación laboral.
Sin embargo, de lo que Yola nos advierte es que también andamos con superávit de frikis y eso sí que me preocupa sobremanera. Algo sospechaba últimamente viendo el protagonismo social de chonis y mononeuronales pero nunca me hubiera imaginado que los llegaríamos a exportar.
El problema, como señala Yola, es que nos quedemos sin ellos. ¿Qué sería de nosotros? Un friki no se improvisa. Requiere su preparación, esfuerzo y cultivo. Hacen falta años para adquirir un nivel de peculiaridad tan elevado. Sin duda, es el fin.