El 2 de abril se cumplirán ocho años de la muerte de Juan Pablo II. Durante los días de su agonía y su duelo, podían verse por Roma grupos que le lloraban, le echaban de menos, le rezaban o simplemente resistían durante horas para poder decirle adiós. Un adiós sin respuesta. Ante un catafalco en el que reposaba el fatigado cuerpo del Papa que ya nunca más sonreiría ni saludaría jugando con su bastón.
Hoy es un día equivalente a aquel, cuando las ventanas del Palacio Apostólico se iluminaron de golpe mientras, en la plaza, miles de almas aguantaban la respiración hasta que Sandri dijo aquello de “nuestro amadísimo Santo Padre ha vuelto a la casa del Padre” y a dos milésimas de estupor, sucedió un gran aplauso de agradecimiento.
Es el mismo momento. El del adiós. Sin embargo, es tan distinto, tan nuevo y tan sorprendente que todo lo que hoy suceda será inauguración de un tiempo por venir. Nada de lo que veamos hoy lo hemos visto antes y quién sabe si se volverá a ver.
Hoy comienza el periodo de Sede Vacante, ese tiempo conocido en épocas medievales como la “hora del terror” por la ausencia del pastor que guía a los creyentes. Ahora no sentimos ese temor porque ya no somos dependientes de esa autoridad, aunque para los católicos haya cierta sensación de orfandad y vacío.
La diferencia es que no resulta triste. No al menos tanto como la última vez. Es extraña, atípica y produce estupefacción pero no dolor. No hay lágrimas, salvo en los más íntimos o los más impresionables. Esa ha sido también una diferencia entre este Papa y el anterior al que muchos sentían como alguien de la familia. A Ratzinger no se le ha querido así. Se le ha valorado, considerado, aplaudido y agradecido pero no se le ha querido con devoción de fan.
El que venga tendrá dos listones muy altos: el del carisma de la multitud, de Juan Pablo II, y el carisma de la elite, de Benedicto XVI. Un reto que se suma al peso del papado.