Puedo confirmar que en esta columna no se han encontrado trazas ni de caballo ni de frutos secos ni de bacterias fecales. Por supuesto tampoco está adulterada con otras columnas ni con escritos de otros autores. Es denominación de origen Pou Amérigo, de los Pou y los Amérigo de toda la vida.
Lo sé porque suelo leer las etiquetas. Soy tan gafapasta que me lo leo todo, hasta los prospectos de las medicinas, la composición del agua mineral en las botellas y los nutrientes del aceite de oliva.
Empecé haciéndolo con el agua para saber el nivel de sodio y potasio por aquello de la retención de líquidos y las aguas de mineralización débil. Tanto me empeñé que acabé siendo una pijo-sibarita que no pide carta de aguas en los restaurantes porque sabe que no hay, pero pregunta qué agua sirven.
Después ya me lancé, con aquello del veganismo, a confirmar si las grasas eran animales o vegetales o si había manteca de cerdo en los polvorones. Ahí fue cuando descubrí en las etiquetas la maldita coletilla de “puede tener trazas de”, por ejemplo, de frutos secos en un chocolate. Y yo entiendo que los haya en aquellos chocolates que llevan almendras o avellanas pero cuando solo se trata de chocolate con leche, me pregunto por qué han de llevar, salvo trazas de cacao, que es el protagonista.
Ahora, cuando he visto cómo aparecen trazas de caballo en la ternera picada o, ayer mismo, trazas de bacterias fecales en tartas de chocolate de Ikea, me pregunto cuántas trazas nos meten en la comida y cuántas nos tragamos.
Ya sé que no son necesariamente perjudiciales, aunque las halladas en Ikea no suenen muy bien, pero a los consumidores no nos basta con una etiqueta aproximativa que diga lo que “puede tener”, sino una que incluya lo que hay. De momento sigo el consejo materno: para las albóndigas, que te pique la carne Leonardo, del mercado de Russafa. Cuando vas a un buen carnicero, no hay más trazas que las que ves.