A veces creo que los periodistas nos empeñamos en destacar lo que encaja mejor con una visión mítica de la realidad. Con la crisis, por ejemplo, el desahuciado es una pobre víctima del sistema y el propietario, un terrible verdugo. No digo que no haya casos que podrían incluirse en esa categoría. Miles. Lo sé. Pero una cosa es una familia que compra la casa con sus ahorrillos pensando en que el sueldo de “paleta” del padre no variará y ahora se ve en el paro mientras el banco le reclama hasta el hígado y otra, el jeta que no paga durante tres años porque vive en otro piso mejor y el alquilado lo tiene de trastero mientras el dueño se desespera.
Lo mismo sucede con el mantra de “robar para comer”. No niego que haya casos en los que personas honorables ceden a la tentación de “distraer” algo para alimentar a los vástagos que noche tras noche lloran de hambre. Pero una cosa es eso y otra, que el “sisar” en las grandes superficies sea por no pagar y no por no tener.
Lo digo al hilo de los datos que ha ofrecido Mercadona sobre los hurtos en sus supermercados. En principio todos pensaríamos que con la crisis habrían aumentado y que, además, los productos más sustraídos iban a ser aquellos de primera necesidad. Sin embargo, lo más robado es cava y whisky, esto es, productos prescindibles. Nada de pañales, leche o pan.
Leyendo los datos, recordé a una choni que me encontré en un súper. Cuando pasó, pitó la alarma. Ella juró y perjuró que no llevaba nada. La cajera la miró y la dejó pasar. Cuando terminé y salí, la vi presumiendo con sus amigas de haber “birlado” una crema bronceadora. Entonces pensé lo mismo que ayer: ¿qué necesidad tenía de robar?
Por eso creo que a veces creamos un relato mítico de las cosas, como del famélico que roba para comer. Corremos el riesgo, con eso, de justificar determinadas faltas en el contexto de la crisis. Por un caso que hay, no se puede generalizar. Y viceversa.