Los coleccionistas de fotos y los adictos a Instagram estaban tan entretenidos inmortalizando el momento que no se dieron cuenta del cielo plomizo de Roma. Lo curioso es que saltaban de una esquina a otra de la plaza de San Pedro: “ponte delante del Obelisco”; “asómate tras una columna”, “allí, que salga la Basílica”. Casi ninguno reparaba en la tormenta que se preparaba, ni mucho menos en la novedad que aparecía en escena.
Ellos pensaban que eran los sets montados para la televisión y comentaban, señalaban y vampirizaban el recuerdo con sus móviles. Pero eso no es mas que una parte del atrezzo. El lugar que concentrará las miradas desde esta tarde no será ese. Será un tubo de metal que constituye el único whatsapp medieval que sigue vigente.
Pocos hacían foto a esa imagen infrecuente. Dentro de un mes habrá quién busque el “comignolo”, como llaman los romanos a la chimenea por donde sale la fumata, pero no estará y a muchos les costará señalar hacia ese frontis triangular que asoma por entre los edificios vaticanos, como el lugar donde sucedió todo.
Mientras unos pululaban por la plaza y otros hacían cola entre las columnas de Bernini bajo la atenta vigilancia de los carabinieri, llegó el “tormentone”. Lluvia, rayos, truenos y ríos insalvables entre los sampietrinos, los adoquines destroza-tacones, solo compatibles con las sandalias y los mocasines del clero.
El cielo parecía desplomarse sobre el Palacio Apostólico en curiosa metáfora de la tormenta interior que vive la Iglesia. Se esperaba buen tiempo, se quejan los romanos, atribuyendo el cambio, sotto voce, a este cónclave tan inusual.
Los turistas, al abrigo de la columnata, se estremecían con cada rayo y exclamaban un “¡oh!” sobrecogido en cada estruendo. Sentían la fuerza de la naturaleza. Como los apóstoles que, muertos de miedo, temieron que Jesús no velara por la barca que zozobraba, en contundente imagen usada por Benedicto XVI para referirse a los peores momentos de los últimos años, cuando parecía que todo se iba a pique “porque el Señor dormía”.
Sí, en estos días toca mirar. La Iglesia, acostumbrada a una pedagogía universal desde el primer milenio, ha desarrollado todo un libro de códigos para sus fieles que se entienden sin palabras: el fuego, el agua o el incienso son formas de expresar y de “hacer ver”. El humo lo será desde esta tarde.
Luego -quizás mañana, dicen los expertos- la mirada se desviará un poco, hacia una ventana a la que se asomará el nuevo papa como si de una pantalla ancestral se tratara. Sin cables, sin bits ni dispositivos electrónicos. En el primer Cónclave de Twitter, conoceremos la gran noticia a la antigua usanza. Como lo hicieron, durante siglos, nuestros ancestros.
Quizás es esa vivencia de lo religioso (del latín religare, atar de nuevo) lo que nos atrae, paradójicamente, incluso a los entusiastas de las nuevas tecnologías. “No esperen un SMS para comunicar la noticia. Solo la fumata lo dirá”, decía Federico Lombardi, el portavoz. Y hasta nos pareció bien. La chimenea y la ventana nos ligan a un pasado no interrumpido. A la historia.
Humo negro, como la oscuridad, para mantenernos a la espera. Y blanco, para la celebración. Puro simbolismo, el mismo que encierra la ventana que se abre al mundo desde la logia pontificia, en la fachada principal de la Basílica. Ayer esa ventana amaneció vestida de gala, con los cortinajes de terciopelo rojo de las grandes ocasiones: la de las bendiciones urbi et orbi y la del “habemus papam.
Ya están, pues, preparados los dos focos de atención de la Roma papal, la que revive su condición de caput mundi, de centro del mundo, que es, aunque no lo diga, el papel que mejor interpreta.