Los niños romanos, desde pequeños, se acostumbran a ver al Papa como quien reconoce al cura que le dio la comunión. Así, no era extraño ver en San Pedro, la tarde en que fue elegido Francisco, a madres que acudían con los críos al salir de trabajar. Que te recojan del colegio para ir a ver al Papa es un privilegio que solo tienen los niños de Roma.
Lo mismo sucedió ayer durante el primer Ángelus de este pontificado. Familias enteras acudían a ver al nuevo papa y llenaban metros y calles próximas a la plaza. El rezo estaba en sus agendas como, en otros tiempos, la misa de doce.
En sus caras podía verse una mezcla de curiosidad, devoción o necesidad de estar en lo que ha sido el epicentro del mundo en los últimos días. Ayer ese sentimiento era masivo a juzgar por los ríos de gente que convergían, desde las primeras horas, en el Vaticano.
La coincidencia con un gran maratón en la ciudad no impidió acercarse a miles, aunque lo dificultó y condicionó la organización del acto. La gendarmería, la policía y los servicios de protección civil y Cruz Roja tuvieron que emplearse a fondo para que no se produjeran avalanchas ni más colapsos que los imprescindibles en entradas y salidas de la plaza.
Una hora antes ya no se permitía acceder a ella. “Está todo bloqueado”, decían algunos “carabinieri” en Porta Angelica. Desde la Via della Conciliazione, voluntarios de Protección Civil daban botellas de agua a los peregrinos que llenaban las calles; aunque el frío presidió ayer el Ángelus, la temperatura en el centro de las concentraciones de gente requería ciertas medidas de prevención como ésa.
Todos miraban a las ventanas del Palacio Apostólico desde media hora antes de comenzar. A pesar de que había banderas de todo el mundo -más argentinas de las que se han visto hasta ahora en Roma-, había mucho romano ayer en San Pedro. Algunos aprovechaban la lenta espera para llamar a sus madres y advertirles de que pusieran la televisión si querían ver al Papa. “¿Pero cómo que no lo retransmiten? ¡pero si es el primer Ángelus!”, se quejaba una chica. “No te preocupes, estoy en medio”, decía otro, “desde aquí lo veo muy bien”.
Como suele ocurrir en estos momentos, el más ligero movimiento de cortinas en la “ventana del Papa” provoca el delirio en la multitud. Así fue cuando se abrió para que “vistieran” el balcón con un dosel poco antes de las doce. Y mucho más cuando por fin apareció la figura blanca de Francisco.
Su saludo de párroco, como sucediera la noche de su elección, ya indicó que de nuevo la proximidad iba a ser la nota destacada. Era comprensible; se trataba de un obispo saludando a su feligresía. Sin embargo, en Francisco esa campechanía empieza a ser norma. Su “buenos días” al empezar y su “buen domingo y buena comida”, al terminar, son las fórmulas que el párroco emplea en la misa de doce. También sus medidas cargas de profundidad aderezadas por bromas o anécdotas llenas de sentido.
Francisco empezó tocando el corazón de los romanos al mencionar directamente a los “fieles de la diócesis de Roma” y la “ligazón espiritual con esta tierra” por su familia, al explicar el nombre elegido, un gran santo italiano.
También hubo un guiño a los intelectuales, al citar a Kasper; a los jesuitas, al nombrar la Gregoriana y, por dos veces, a los medios de comunicación. Guiños que pueden eclipsar su referencia a la misericordia. Esa y no otra era la esencia de su aparición aunque, por la tarde, todos hablaran de sus bromas.