Más vale tener a una buena persona por vecina que tener a la familia cerca. Ya sé que suena duro, pero es cierto. Es una actualización del clásico “familiares y trastos viejos, pocos y lejos”, que le he oído decir a mi madre en muchas ocasiones. No le falta razón. Un buen amigo, un vecino de buen corazón o un compañero de gimnasio, parroquia o cafetería pueden ser más valiosos que unos familiares egoístas y descastados.
Y, si no se convencen, pregunten a muchos de los ancianos que viven solos. Sobre todo ancianas, como recoge el informe que acaba de hacer público el Ayuntamiento. Según él, el número de mujeres mayores de 65 que viven solas en Valencia casi se ha duplicado en los últimos diez años. Es un dato razonable por el aumento de la esperanza de vida.
Sin embargo, el estudio también recoge otro que confirma mis peores sospechas. Hace 15 años bajó la cifra de mujeres de más de 80 que vivían solas, probablemente, por el apoyo familiar. Ahora, en cambio, ocurre lo contrario. No se trata solo de que haya más sino de que la ayuda de la familia no crece con ese incremento. Al contrario.
Conociendo los datos y la realidad, pienso en esa vecina que sueño con tener en el futuro. Me preocupa más cómo será ella que cualesquiera hijos, nietos o sobrinos. He conocido a algunas como ella. Son ésas que pasan todos los días a ver si la abuelita del tercero está bien, necesita medicinas de la farmacia o le falta algo del mercado. Las que se extrañan cuando no la ven dos días seguidos en la parroquia o las que preguntan por ella a unos sobrinos desmemoriados que saben menos de la tía que ellas.
Son un tesoro que no suele recibir recompensa, aunque la abuelita se empeñe en regalarles un collar de su madre. Cualquier obsequio puede ser utilizado en su contra. Llegarán los nietos y lo reclamarán como parte de la herencia, acusándolas además de hacer todo eso para llevarse su premio. Nunca sabrán que sus desvelos y su conversación ayudaron más a la abuela en su soledad que su soberbia condición de herederos universales.