¿Debemos reprochar a unos trabajadores que quieran salir corriendo una vez acabadas sus obligaciones en la víspera de un puente? Si nos afearan a nosotros una conducta así nos parecería excesivo. Incluso aunque nuestro sueldo saliera del erario público.
El problema es la imagen tan ridícula que hemos visto de los diputados huyendo deprisa por las angostas salidas del salón de plenos del Congreso. Lo cierto es que están pensadas para subir y bajar sus señorías cuando van o vuelven del estrado. Es decir, sin ninguna prisa. No, desde luego, como salidas de emergencia para estampidas como la del jueves. Pareciera que los tiros de Tejero persiguieran a más de uno hasta la frontera. En esa circunstancia no es de extrañar, pues, que viéramos a algunos a punto del salto de pértiga para sortear a los demás.
Hay que entenderlos. No era solo el inicio de puente y la huelga en Renfe. Es una situación muy común que todos hemos sufrido alguna vez a la salida de un acto público.
¿Ha intentado usted coger un taxi en las puertas de un teatro o de un cine, justo en ese momento en que se juntan decenas de personas en la misma acera? Pues imagine la Carrera de San Jerónimo en hora punta. Yo, como lo sé, suelo anticiparme de forma discreta. Es decir, sin los cien metros lisos que hicieron los diputados y que darían para unos Juegos Olímpicos parlamentarios. Es una pena que la alcaldesa “relaxing cup” no haya pensado en ello.
Suelo salir en el último minuto. Justo cuando el protagonista da las gracias y el público está a punto de empezar a aplaudir. De ese modo, aún no cojo ninguna aglomeración y vivo la emoción de Indiana Jones perseguido por una enorme bola de piedra. Suelo oír los tacones y el frufrú de las telas que casi me alcanzan. Y es pura adrenalina cuando llego a la puerta, subo a un taxi y arranca. Entonces sé que he ganado la carrera.
No deberíamos pues fijarnos en esa imagen aunque deje tan mal a los diputados. Más bien podríamos preguntarnos qué hubiera ocurrido si en lugar de votación hubiera habido debate de segunda fila. Mejor no pensarlo. ¿Para qué amargarse?