El peor efecto de la crisis y de cómo ha sido gestionada no es la desafección; es el descrédito. No me refiero a que los políticos sean abucheados por la calle, sino a la falta de credibilidad stricto sensu. Es un problema general y no solo de ese gremio aunque en él se manifiesta de forma especial dado que trabaja con anhelos y promesas. Tras lo sucedido con Lehman Brothers, los bancos y las cuentas de los países, hemos comprobado que aquella realidad que creíamos cierta en el fondo era ilusoria. Es Descartes en estado puro: los sentidos pueden llevarnos a error y en verdad no es fácil distinguir el sueño de la realidad o de lo que creemos percibir en el estado de vigilia.
Nos convencieron de que era posible conseguir ganancias fáciles; de que los bancos estaban saneados y de que nuestra economía jugaba en la Champions League. La realidad es que había riesgos inasumibles; los bancos movían dinero que no tenían y las cuentas públicas tenían facturas en los cajones. Nos hicieron creer que éramos soberanos cuando en realidad nos sostenían las ayudas de Europa a países en vías de mayor desarrollo. Nos daban dinero pero no nos exigían cambios estructurales sabiendo que eran necesarios para conseguir una economía competitiva. Quizás no les interesó que lo fuera entonces.
Los políticos siempre han sido los maestros del artificio pero se encuentran ahora con un problema: hemos conocido la verdad tras las bambalinas. Ya no se contempla igual la representación cuando se han visto las maderas que sostienen el decorado ni los hilos que mueven las marionetas.
No nos creemos nada. No solo sus promesas, que sabemos serán sacrificadas en la pira funeraria cuando haya que enterrar el programa electoral. Me refiero a todo. Ayer mismo conocimos que han mejorado las cifras de venta de coches. Es una buena noticia. Pero tiene detrás un plan de subvenciones, ergo es una subida artificial. Los bancos ya no quiebran pero es porque han metido mucho dinero para que no lo hagan. Es difícil aceptar como cierto lo que vemos. Descartes nos abroncaría. Hemos creído en la realidad por encima de nuestras posibilidades.