Hay marcas que son mucho más que el nombre de un producto. Bien lo saben los especialistas en publicidad y marketing que suelen buscar ese estadio como el ideal para cualquier empresa. Toda marca pretende que se le asocie con los valores imprescindibles. Así, los consumidores se sienten obligados a adquirir sus productos si quieren que se les vea como quienes encarnan esos valores: la libertad, la elegancia o la preocupación por los demás. Algunas lo consiguen y logran que sus usuarios sean capaces de hacer cola durante días o que se gasten varios sueldos con tal de conseguir sus productos. Otras, además, llegan al máximo, esto es, se convierten en iconos de una sociedad o de una época. El problema es que alcanzar ese nirvana es un arma de doble filo: son las grandes marcas, pero el estatus alcanzado les impide flaquear.
Es lo que está sucediendo con algunas. Solo nombrarlas ya despierta en la mente de los consumidores toda una serie de reacciones y de aspiraciones. Pero sus problemas económicos les esclavizan y admitirlos en público es un temor constante. Eso pasa con marcas como Coca-Cola, El Corte Inglés o el banco Santander. Son mucho más que una bebida, unos grandes almacenes o un gran banco. En el imaginario colectivo son el refresco más popular en todo el mundo, la empresa española más emblemática o el banco español más potente.
Que empresas como éstas den a conocer que cierran una planta de fabricación, como en el caso de Coca-Cola, lanza un mensaje preocupante a la sociedad. Si ocurriera eso con las otras dos nos atemorizaría. Si cerrara la empresa de Isidoro Álvarez o de Emilio Botín, España se echaría a temblar. Sería como una fiebre preocupante que no anuncia una mejoría sino, al contrario, el principio del fin.
Por eso nos inquieta tanto que la empresa de bebidas más conocida en todo el mundo cierre su planta de Alicante. Sin duda preocupa por sus 150 trabajadores, por sus familias y por los afectados en otras ciudades, pero sobre todo porque esas empresas nos parecen intocables. Y su crisis, la de todos. No por privilegio alguno, sino porque simbolizan nuestra fortaleza.