A quienes solemos bucear por las redes sociales, no nos sorprenden algunos comentarios leídos estos días en Twitter a raíz del asesinato de Isabel Carrasco. No quiere decir que no nos produzcan el mismo vómito pero no son ni los primeros ni los únicos que se han escrito en ese tono.
Hay actores, periodistas, escritores o deportistas que se han tenido que enfrentar más de una vez al tuit de un violento que le anunciaba su pronta muerte, paliza o bofetada por la calle. O simplemente que le manifestaba su desprecio con las peores expresiones del diccionario.
Por eso, sin dejar de ser necesaria la persecución de la amenaza, la reacción contra quienes han aplaudido la muerte de Isabel Carrasco parece más amplificada que en otras ocasiones. Es cierto que celebrar un asesinato es repugnante, lo haga el etarra De Juana Chaos o un tontaina de Tavernes de la Valldigna. Del mismo modo, amenazar es un delito sea por carta con letras recortadas de periódico, sea a través de un comentario en Internet. Sin embargo, llevo unos días preguntándome por qué nos ha golpeado tanto este caso y creo que la respuesta es la unanimidad. No es, como algunos dicen, porque se trata de políticos y les escuece especialmente, sino porque hay cierto clima de “comprensión” ante esos exabruptos.
Cuando un terrorista pedía champán para brindar por un atentado exitoso, como hizo De Juana, todos los demócratas nos uníamos en el rechazo y las voces que lo jaleaban pertenecían a un cierto ámbito marginal, próximo al entorno etarra. Ahora, en cambio, se han alzado voces, sin ningún pudor, desde lugares nada vinculados al ambiente asfixiante de los abertzales y entre chavales muy jóvenes que hablan de “continuar en la lucha”. Es un extremismo desproporcionado. Es lógico rechazar la presencia de mala gente entre la clase política, o en cualquier profesión; lo ilógico es que su eliminación física se considere un medio legítimo de expulsión. Combatir esa mentalidad es urgente y perentorio cuando quienes firman esos tuits abominables tienen 19 años. Tanto si lo dirigen contra un político como si lo hacen contra Bardem, Emery o Ana Pastor.