Dio la impresión de que nos topábamos con él por primera vez tras el asesinato de la presidenta de la Diputación de León. De pronto, frente a la unanimidad habitual en cada atentado terrorista, las redes sociales hicieron aflorar al debate público las reacciones de odio hacia ella. Lo peor no fue eso sino la justificación que algunos daban hacia esas reacciones. Que si era déspota, que si acumulaba cargos, que si era odiosa… como si cualquiera de esas condiciones le hiciera merecedora del tiro por la espalda. El siguiente paso aún resulta más desconcertante. Se trata de aquellos que claman por la libertad de expresión para reprochar la detención de quienes piden la muerte para algunos políticos. Son solo niños inconscientes; no hacen daño a nadie con un par de tuits; su persecución es fruto de una derecha casposa y recalcitrante, poco amante de las libertades. Es lo que estamos oyendo y leyendo en estos días.
Ahora se une la queja de las comunidades judías catalanas por las expresiones que ensalzan a Hitler y reclaman un nuevo Holocausto. El ministro del Interior ha prometido perseguir esos comportamientos y, si se derivan de ellos detenciones, ha asegurado que se harán. Y de nuevo se alzan voces que hablan de libertad de expresión cercenada. Unos creen resolverlo todo con la policía y es cierto que determinadas actitudes están tipificadas en el Código penal y por tanto éste debe cumplirse. Otros consideran que todo está permitido porque un tuit no mata. ¿Seguro?
Argumentan los judíos que sí y lo hacen con una amarguísima experiencia que algunos aún llevan tatuada en el brazo. A los hornos crematorios no se llega de la noche a la mañana en un país que vive en armonía. Se llega gota a gota hasta hacer rebosar el vaso. Se llega sembrando, regando y cultivando el odio para recoger después sus frutos. Por eso preocupa un tuit. Y 17.000 retuits. Y las miles de voces que aplaudan a quienes los publican y rechazan al “Estado opresor”. Hoy pueden ser ellos pero ¿quién nos asegura que un día no nos rechacen a los gordos, a los católicos o a los propietarios de un piso? Esa lección ya la conoce Europa.
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