Una de las cosas que más me gustan cuando viajo es ver Valencia desde el aire. Cuando el avión entra hacia Manises desde el mar, la vista es maravillosa. A la derecha, el puerto y a la izquierda, la Albufera. Mirar la Albufera desde el aire; ver su dimensión; imaginar lo que era antes, y sentirme depositaria de un regalo de la naturaleza es todo uno.
A su lado, la ciudad parece un tributo a los dioses que nos permitieron acampar junto a espacio tan peculiar. Y robar humedad, lodazal y metros al río y al mar. Hacer habitable el lugar hasta convertir unos meandros en pueblos y ciudades envidiadas. Habitable para las personas y, gracias a la protección impulsada en los últimos años, también para las demás especies.
‘Protección’ era la palabra clave ayer en el discurso de la alcaldesa de Valencia y en la explicación, al parecer, del alcalde de Cullera en relación a la petición de que la Albufera sea “Reserva de la Biosfera”. La primera aclaraba que no era elevar el nivel de protección frente, al parecer, los miedos del alcalde de que se viera incrementado. Dicho así resulta extraño. ¿Quién puede no compartir el deseo que ese espacio natural tan propio y tan rico se cuide hasta el extremo? La respuesta tiene que ver con las limitaciones que esa protección impone a los ayuntamientos para organizar el territorio.
Sin embargo, aun comprendiendo las reticencias de algunos, la puesta en valor de la Albufera debería estar entre las prioridades de las poblaciones que son lo que son gracias a ella. En otros países, un espacio de biodiversidad tan peculiar sería uno de sus mayores reclamos. En cambio, todavía son pocas las referencias turísticas que hablan de la posibilidad de conocer un lugar infrecuente en el Mediterráneo. No significa multiplicar un turismo simplón que se limita a llenar Instagram de fotografías de atardeceres espectaculares sino de aquel turismo de calidad que busca otra cosa en sus visitas. Se trata de conquistar a un grupo avanzado de ciudadanos que valoran los tesoros naturales de un país y cuyo interés los convierte en la mejor imagen de Valencia y de Cullera en el mundo.