En lugar de ir al Sonorama, Raphael debería haber acudido a Mestalla ayer para cantar “hoy va a ser mi gran noche”. Así, al menos, hubiera puesto la banda sonora al nuevo Valencia y al presidente Salvo, en quien depositan su confianza buena parte de los valencianistas. La de anoche es la reunión más esperanzada de los últimos años y es justo, pues, que la realidad responda a la ilusión. Al menos, lo merecen unos aficionados que han visto cómo sus sueños de ver a un equipo campeón no solo quedaban muy lejos sino que parecían secundarios respecto a la propia supervivencia del club.
El fútbol permite un resurgimiento que resulta más difícil en el mundo político. En éste los manejos económicos, especulaciones, amenazas de entidades bancarias y hasta intentos de secuestro solo empeorarían la relación de los simpatizantes con el partido político. La fidelidad en ese contexto es más débil y más volátil que en el mundo deportivo. No todos están dispuestos a decir el conocido “manque pierda” cuando su equipo electoral cae en las urnas una y otra vez. Sin embargo, a los aficionados, la pasión les conduce al campo aunque sea a padecer. Les invita a animar a los suyos ante la derrota bien jugada y les retroalimenta en cada inicio de temporada como vimos ayer. Los valencianistas son capaces de reponerse a todo lo vivido y pedir, únicamente, la serenidad y buen criterio para que los jugadores hagan una magnífica temporada. Sus éxitos todo lo curan, algo que en política solo dura una legislatura, como mucho. Por eso algunos valencianos, desencantados con la perspectiva electoral en la Comunitat, se volcarán con los chicos de Mestalla. La poca ilusión que nos queda como sociedad reside allí, en Orriols, o en la Fonteta. En aquellos lugares donde aún podemos soñar con alegrías colectivas.