En una sociedad permisiva con determinados comportamientos, la introducción de un correctivo público tiene un efecto encubridor muy peligroso. Eso ocurre con el machismo, el clasismo, la homofobia o el anticlericalismo. Con cualquier tendencia a despreciar al otro por considerarlo inferior, ya sea en razón de sexo, de clase, de tendencia sexual o de opción religiosa. Cuando a un grupo acostumbrado a ese desatino se le hace ver que su comportamiento es inadecuado pero no está convencido, se impone cierto silencio que, en realidad, entorpece el proceso de maduración social de los intransigentes. No cambian de parecer, simplemente lo ocultan.

Eso sucede con el alcalde de Valladolid a quien la última polémica del ascensor solo le ha hecho exclamar que en adelante tendrá “más continencia verbal”. Es la clara demostración de la tesis anterior. El problema del señor alcalde no es que lo diga, sino que lo piense. Que crea que la responsabilidad de una violación es de la mujer si va por determinados sitios a determinadas horas. Personalmente no iría por según qué sitios pero no por ser mujer sino porque es peligroso para cualquiera, hombre o mujer. Del mismo modo, los recelos en un ascensor pueden ser mutuos. Yo nunca subiría en uno con el alcalde de Valladolid no sea que se baje los pantalones y me acuse de ninfómana. Compartir ascensor es una muestra de confianza sea con un hombre, una mujer o un perro de lanas. Una confía en que no se le va a violentar aprovechando el reducido espacio; nadie le va a amenazar, ni a hacer daño, ni ponerle en evidencia. Ni siquiera el perrito va a levantar la patita ante el desconocido. De lo contrario no subiríamos en un ascensor nunca. El alcalde debería hacérselo mirar o subir por la escalera. Mejor, la de incendios para no encontrarse a nadie.