Poner el grito en el cielo por un indulto parece desproporcionado. Me refiero al hecho de que un condenado pida el indulto, no a su concesión. Cualquier persona considera su caso digno de la benevolencia del gobierno. Y más cuando se trata de un delito fiscal, de un órgano no judicial y de una decisión que toman miembros del mismo partido a quienes el sujeto ha visto “crecer”, les ha tenido políticamente en sus rodillas, les ha llevado de la mano cuando calzaban pantaloncitos cortos o peinaban coletas. Por eso es normal que Carlos Fabra pida el indulto. ¿Por qué va a renunciar a él? Otra cosa es que el gobierno se lo conceda. Desconozco si cumple o no los requisitos y mucho menos si lo merece o no pero la inconveniencia de un indulto político es más que evidente.
España y, sobre todo, la Comunidad Valenciana, ha vivido tiempos de zozobra por culpa de comportamientos inmorales, estrategias inconfesables y abusos indiscriminados. Aunque lo imputado a Fabra no sea lo peor que hemos visto en este tiempo, su condena tiene un elemento de alivio colectivo. Es duro pero es así. Ciertamente no puede mantenérsele a alguien una condena solo porque la sociedad no entienda el indulto. Si éste es merecido, debe ser otorgado; del mismo modo que si es merecida una condena a la mujer que compró pañales con una tarjeta robada, debemos entender que la justicia se aplique por igual. Ahora bien, en una sociedad tan sensibilizada, la línea que separa la comprensión y la burla del protagonista es demasiado fina y pasarla es un riesgo, en primer lugar, para la propia Justicia. El análisis del caso no puede aislarse del clima social aunque no deba ceder a la presión de la opinión pública. La prioridad es que no quede impune un delito cometido con voluntad de perjudicar los intereses colectivos.