En Europa está feo. O al menos es lo que viene a decir la decisión del exministro Arias Cañete de vender sus acciones en dos petroleras a punto de ser nombrado responsable de energía y cambio climático. Es lo que ha dado a conocer el PP antes de que Cañete se someta a los duros “test de estrés” parlamentarios para acceder realmente al cargo en Bruselas. Allí no preocupa tanto que coma yogures caducados o que tema debatir con mujeres por miedo a superarles y ser tachado de machista. Eso es pintoresco e innecesario, pero nada grave. Lo realmente peligroso es que ocupe un cargo mientras tiene intereses particulares en su ámbito. Los yogures solo pueden afectar a su bifidus, pero sus acciones en petroleras pueden condicionar sus decisiones al frente de su negociado. La radicalidad de su decisión viene dada por la presencia en el Parlamento Europeo de “grupos verdes” que buscan información, la difunden y exigen cuentas a los responsables comunitarios. Y lo más importante: que tienen credibilidad cuando lo hacen.
En España, por el contrario, la situación es muy distinta. Prueba de ello es que Arias Cañete fue ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente sin que hiciera ni un mínimo ademán de querer vender sus acciones en compañías petroleras. ¿Por qué? ¿Por qué es un inconveniente tenerlas para dirigir la política de medio ambiente en la Unión y no para hacerlo en España? Esa es la primera pregunta que deberíamos hacer al PP cuando presume de que su candidato a comisario se ha desecho de un lastre que le puede perjudicar en su promoción comunitaria. En España no ha sido un problema ni un escándalo el conflicto de intereses. Si lo hay ahora, parece lógico pensar que lo había en 2011 cuando fue nombrado ministro. Así lo pensaron algunos grupos de izquierda. Sin embargo, no hubo presión para su renuncia como la ha habido ahora. Tal vez porque los verdes en Europa tienen más peso y más crédito que en nuestro país.
Los conflictos de intereses son, probablemente, un terreno propicio para modos de corrupción encubiertos, pues no hay un robo de caudales públicos pero sí un riesgo de prevaricación evidente. Diría más: el político honesto debería apartarse de cualquier sector que pudiera arrojar sombras sobre su honorabilidad. Es difícil decir eso cuando, por otra parte, se exige que un político tenga una profesión y, de ese modo, no se vea obligado a “vivir” y exprimir el cargo público. Si se espera de él que rechace aquella cartera que tiene relación directa con su especialidad, podemos estar impidiéndole que trabaje en aquello que conoce. La clave, quizás, está en la transparencia de sus activos y de los criterios aplicados a cada decisión. Explicarlos ayudaría a fiscalizar todo rastro de lobbies e intereses ocultos. Quien sale ganando es su propia imagen, no solo los ciudadanos tiquismiquis.