Es curioso que apenas una pincelada de lo que puede reportarnos el nuevo informe del CIS haya asustado a media España. La otra media no vive de la política ni en alrededores y lo sufre de otro modo. Cada vez que sale un dato incómodo, se alzan voces escandalizadas con el resultado aun cuando, convocatoria tras convocatoria, constatamos que los estudios de intención de voto se equivocan a veces de forma estrepitosa. Ocurre como cada año con el calor o el frío. Cuando llega, después de mucho esperar, como ahora con el “veroño”, nos parece que hace más calor o más frío que nunca. Como si jamás hubiéramos experimentado esas temperaturas. Han de hablar los meteorólogos para convencernos de que no es extraordinario o, como mínimo, que hubo años en que nuestros ancestros tuvieron la misma desazón.
Con los sondeos pasa algo similar. Nos llevamos las manos a la cabeza sin recordar que en las últimas elecciones -sin ir más lejos, las europeas-, ningún informe demoscópico fue capaz de anticipar el éxito de Podemos. Ahora estamos en el proceso contrario. Por miedo a olvidar el peso específico de esa nueva fuerza, nos dicen que la intención de voto hacia el partido de Pablo Iglesias es mayor incluso que la de algunos grandes partidos. Hace apenas unos meses era irrelevante y ahora, en cambio, puede con los grandes dinosaurios. Y lo mejor es que lo creemos a pies juntillas a pesar de los últimos errores. Sobre todo, teniendo en cuenta que en las próximas no se presentan. Si tan firme es la decisión de votarles, ¿qué hará el ciudadano que no encuentre su papeleta en el colegio electoral? Eso es lo que deberían plantearse los grandes partidos cuando se les pase el susto de pensar que lo de Podemos va en serio.
Lo más preocupante de su oferta electoral no es que se presente, que gane, que tenga fuerza o que desplace a los mastodontes. Eso entra dentro del juego político, de la libertad de criterio de los ciudadanos y de la amplitud del espectro. El problema es esa tendencia reciente a no posicionarse o a suavizar sus posturas con tal de ganar el centro.
El centro es el espacio más goloso para todos los partidos porque resulta equidistante de la izquierda y la derecha. Suena a evidencia estúpida pero no lo es. En un entorno de desencanto respecto a todos los partidos tradicionales, los indecisos no están en los extremos. Un convencido, sea de la tendencia que sea, no duda entre izquierda o derecha. Uno que está en el centro y se encuentra desilusionado con cualquiera de los dos, sí puede dar el salto. Para él ese salto es pequeño; para el convencido extremo, enorme.
Los extremos tienen otro problema añadido. El extremo tiene techo. El centro, no, pues solo requiere más flexibilidad cuando sea necesario ampliar. Lo grave es que un partido se presente como un centro moderado y próximo a las posturas más suavizadas de todo el espectro cuando en realidad no lo es. Faltará dejarle media hora en el poder para darse cuenta del error. Y del engaño. Que Iglesias venga ahora con moderación solo puede convencer a quienes no quieran aceptar que es el mismo que era. Y no era de centro. De ser cierto este juego, perdería toda credibilidad. Ya no se trata de utilizar la televisión y los medios conocidos, incluido el marketing más avanzado, sino de engañar. Y eso son palabras mayores. Llevar un programa oculto podría garantizar un éxito electoral pero ninguno más. O al menos no debería. En eso parecería muy tradicional.