Este país es asombroso. Lo mismo venera a un devoto de Gramsci que llora a una Duquesa. Se escuda en que Cayetana de Alba era una Grande de España muy especial porque no ejercía de tal. Discutible también. Ir a bailar flamenco con los gitanos siempre ha sido muy de señorito andaluz con aire alternativo. A García Lorca me remito. En cualquier caso nos encantan los personajes, los estereotipos, los que presumen de romperlos e incluso aquellos que se dedican a fabricarlos. En una palabra, nos gustan los mitos. Y Cayetana consiguió convertirse en uno de ellos.
Lo fue porque representó un modelo social de mucha aceptación, la princesa rebelde. Ella tenía algo de la Audrey Hepburn que todos hubiéramos deseado ver en el final de “Vacaciones en Roma”. Aquella que, después de bailar, de viajar en moto y conocer la noche de juerga mundana, ejerce su rol de princesa.
Nos satisface saber que todo vuelve a su ser, pero nos deja una minúscula ansia de ver cómo rompe con todo. ¿Quién no ha querido asistir a esa escena a lo Casillas-Carbonero en la que la dama rebelde saltara a los brazos de Gregory Peck y declarara ante la prensa que renunciaba a su reinado por amor? Nos hubiera encantado. Ése y no otro es el final clásico de cuento de princesas, como Cenicienta que cambia radicalmente de vida contra todo pronóstico. Sin embargo, nos tranquiliza pensar que la princesa renuncia incluso a su amor por su misión en el mundo; que el statu quo no se altera y que podemos seguir viviendo en el mismo entorno que conocimos desde niños porque ningún “coletas” vendrá a hacerlo añicos.
La Duquesa, por mucho que se le presente ahora -en un proceso de mitificación express por la sobreexposición mediática- como una rebelde, no dejó de ser Duquesa. ¿Se puso el mundo por montera? Tal vez. ¿Hizo lo que quiso? No es ese el tema. La cuestión es que pudo hacer lo que quiso. Eso es mucho más que lo que viven miles de españoles, atados a una hipoteca o con el alma en vilo por un trabajo temporal que nunca saben cuándo acabará. Hemos sabido del reparto de la herencia pero el verdadero rebelde es un Francisco de Asís, despojándose hasta de sus vestiduras de niño rico y entregándose a una vida de pobreza. Todo lo demás son juegos de chica bien. Es verdad que nos entretienen y que pasaremos unos días dándole vueltas a ese mantra de la “duquesa que rompió con los moldes sociales”. Nos encanta saber que a veces las historias de quienes juegan entre los mundos de “arriba” y “abajo” salen bien. Nada que ver con la princesa rebelde de Mónaco, Estefanía, o con niñas pijas en pozos sin fondo como Paris Hilton. La Duquesa era otra cosa. Era una señora Duquesa. Ejerció de tal. Y su despedida se corresponde con eso. A lo grande. En una catedral y oficiada por un Cardenal. Franciscano, eso sí. Tal vez el espejo rebelde de la propia púrpura.