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María José Pou

iPou 3.0

Los puntos finales

Nos impresiona que muera sobre una silla. O en un cajero. O acurrucado en un banco de un parque. A nosotros, que se nos llena la boca hablando de muerte digna, nos abofetea la foto de un indigente muerto sobre una silla en un solar abandonado de la ciudad. Y reaccionamos como solemos hacerlo ante hechos que se convierten en puntos finales. Nos preguntamos por qué, buscamos culpables y exigimos a las autoridades que hagan lo imposible. Es lo mismo que ocurre ante una muerte por violencia de género. Es en ese momento, en el punto final de un proceso, cuando reaccionamos y nos indignamos ante algo que nos avergüenza como sociedad, pero segundos, meses o años antes, no tenemos la misma determinación para atajar de raíz el problema. El drama de la violencia de género no empieza con las puñaladas del exmarido a la mujer. Empieza con los insultos, las vejaciones, las faltas de respeto, los controles obsesivos. Y la familia lo ve. Los amigos lo ven. Algunos dicen algo. Aconsejan. Se preocupan. Pero ¿denunciamos?

Con los “sin techo” pasa algo similar. Nos escandaliza que alguien pueda morir de frío en la calle pero eso no es más que el punto final de una frase más larga. Antes de llegar a ese momento, la persona ha quedado sin trabajo, sin piso, sin familia, amigos o conocidos y casi le mantiene vivo únicamente la ayuda de un colectivo, de la Policía Local o de los servicios sociales que se vuelcan por sacarlos de la calle o, al menos, hacérsela más habitable.

La pregunta viene a ser la misma. ¿Qué ha sucedido hasta llegar a ese punto final? No se trata de darles una moneda ridícula sino de atajar las causas de raíz. Y, por nuestra parte, sobre todo de exigir que así se haga. Nosotros no podemos resolver individualmente estas situaciones ni nuestra moneda arregla nada. Pero sí podemos señalarlas para que sean una prioridad política.

El frío no es solo el que se cuela por las rendijas de un cajero automático sino el que viven estos días miles de personas de forma silenciosa y vergonzante. La “pobreza energética” no es el factor de una estadística. Lo sé porque lo he visto de frente. Hace unos días le di a una persona que conozco el calefactor que usaba en casa para caldear el cuarto de baño. Doce euros, creo que me costó. Esa persona, su madre y su hijo pequeño no tenían ni un solo aparato de calor. No está en paro. No es pobre de solemnidad. Pero su sueldo es tan escaso que prefería sepultarse en mantas antes que comprar un calentador pequeño. Aun ahora dice que solo lo pone por la noche un rato o para ducharse temprano para evitar una factura de la luz que no pueda pagar. No es indigente. Es trabajador. Como tantos. Y la suya es una realidad que tenemos al lado. Antes de llegar al punto final, es necesario estar atento a toda la frase. Para conseguir, al menos, que termine con un punto y seguido.

Socarronería valenciana de última generación

Sobre el autor

Divide su tiempo entre las columnas para el periódico, las clases y la investigación en la universidad y el estudio de cualquier cosa poco útil pero apasionante. El resto del tiempo lo dedica a la cocina y al voluntariado con protectoras de animales.


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