Cuando escuché a Rajoy en el Congreso espetarle a Pedro Sánchez eso de que no va a llegar a la Moncloa, no pude evitar sorprenderme. Es curioso que sea el líder del PP quien diga algo así a un recién llegado, en plena crisis de fe, cuando él mismo estuvo a punto de quedarse a las puertas del Palacio. No lo digo por las elecciones sino por la desconfianza manifestada hacia el líder –y recuperada, por cierto, aquí en Valencia- tras fracasar en dos intentos anteriores, así como por las luchas internas que despertaba su falta de carisma y la ambición de sus enemigos amigos. Él, más que nadie, sabe lo que significa dirigir un partido sospechando que la última oportunidad iba a escapársele como ya lo habían hecho las anteriores. Y lo que es peor: sabiendo que los correligionarios eran los primeros en dudar de él.
En medio de la sorpresa por escuchar decir a Rajoy lo que quizás alguien le soltó a él en alguna aciaga noche electoral, me acordé de Ximo Puig. Miedo me da que volvamos a la figura del gafe pero temí que fuera de esos políticos que se arriman a alguien creyendo que así tocarán poder y acaban por desarrollar el “síndrome de Schettino”: donde va, se hunde. Cuando Rajoy profetizó a Sánchez el negro futuro que le esperaba, imaginé el papelón de Puig junto a Pedro barrido por Pablo y puesto en duda por Tomás en versión GHVip de los Hechos de los Apóstoles. Mi duda, en el caso de que exista mal fario, es si lo lleva el jefe o hay que atribuírselo al partido. ¿Contrató Lerma tal vez a una meiga para echar un mal de ojo?
Es cierto que el futuro de Ximo Puig depende del éxito en la noche del 24 de mayo. O vence entonces o sucederá algo no contemplado en desastres anteriores: habrá alternativa. Puede que su figura no se vea sostenida por un Sánchez demasiado preocupado por su propio éxito en el partido y en el camino a La Moncloa. Es un problema de plazos. Puig y Sánchez no van acompasados porque cada uno tiene la meta puesta en un lugar distinto del recorrido. Hasta ahora han compartido metas volantes pero el podio les espera al final y lo hace en puntos diferentes. Puig está demasiado adelantado como para que el impulso de Sánchez le acompañe y tire de él como los escapados del pelotón, pero al mismo tiempo está demasiado cerca de la reválida del líder como para que su fracaso no afecte a aquel. Un error en la próxima jornada electoral puede borrarlo del mapa con más fuerza que la que vio Rajoy en su bola de cristal antes de anunciarle a Pedro Sánchez su encuentro con el iceberg del Titanic. Ser el segundo de a bordo del capitán del gran trasatlántico tampoco es un buen pronóstico. Si llega a puerto, la tripulación será recibida con honores pero si el barco se hunde en el océano, lo harán, al compás de la orquesta heroica, todos los que hayan acompañado en la travesía a quien lleva el timón en el PSOE.