Hubo un tiempo en que Europa se construía a golpe de cayado. Por entonces, las fronteras se superaban andando y caían a los pies de los caminantes que acudían a Santiago. Fue así, bajo el horizonte de Compostela, como se forjó la conciencia de formar parte de un terreno común. No era solo una sensación de pertenencia al continente hasta frenar en Finisterre sino de compartir los mismos valores, anhelos y referentes. El Camino forjó la identidad europea y unió a los pueblos que hoy se saben conectados.
Cuando ahora escucho a Rajoy a Manuel Valls, el primer ministro francés, hablar de la interconexión eléctrica entre los dos países vecinos, cuya línea quedó inaugurada ayer, en esos mismos términos, no puedo dejar de asombrarme y sentir cierta nostalgia histórica. Decían los dos mandatarios que esa línea ayudaría a la integración europea y a eliminar sus fronteras. Sin duda, es cierto, pero las huellas de su presencia en Europa carecen de historia, contenido, arte y fe. Ese salto es el símbolo de nuestra realidad. Las interconexiones de hoy son meramente instrumentales. Esa es la diferencia con los tiempos del Camino medieval. Entonces, quienes interconectaban los territorios eran las personas y lo que transportaban era sabiduría, costumbres, lengua o creatividad. Ahora son las infraestructuras que llevan, de un sitio a otro, electricidad o mercancías. Es la vida frente al consumo, que no es más que otra forma de resumir nuestra contemporaneidad. Son necesarias, por supuesto, pero entre un capitel del Císter y una factura de la luz sin sobresaltos, me quedo con el capitel. Es Europa. Lo otro, bien podría ser China si no fuera tan costoso traer la luz desde allí. Ya sé que suena a antiguo y a poco práctico pero la Europa con la que sueño es algo más que una panda de mercaderes.
Quizás el error estuvo en presentar un incuestionable avance para ambas naciones y para la propia Europa en términos demasiado poéticos. La profundidad del alma no casa bien con presupuestos, gasto público o infraestructuras estratégicas. Tal vez hubiera sido mejor incidir en la importancia del control y autonomía en materia energética para los países de nuestro entorno, sometidos a la presión de conflictos en puntos clave como Ucrania o Argel. Así podríamos asomarnos a la nueva interconexión valorando lo mucho que aporta en términos económicos pero sin pretender ver en ella algo de lo que carece un mero avance tecnológico. La luz no vertebra Europa o al menos no lo hace como lo hizo un camino plagado de vida, de creencias, cultura y lazos humanos. La verdadera conexión es la que logran las personas. Todo lo demás, líneas eléctricas, corredores mediterráneos –si los hubiera- o planes de futuro conjuntos son espacios o plataformas que procuran ese vínculo. Pero lo que crea el vinculo es la voluntad de permanecer juntos.