A estas alturas ya no me impresiona ni el nombre de los detenidos, ni los hechos que se les imputan, ni las reacciones de próximos y ajenos a los afectados. En estos momentos, lo asombroso es el cálculo de lo que nos cuesta este tejer y destejer que es la corrupción. Cuentan las crónicas que Rodrigo Rato hizo “donación” a sus hijos para eludir el pago de la fianza. Dicen, también, quienes en ocasiones ven furgones, que están procediendo a destruir la biblioteca entera de Alejandría hoja por hoja a las puertas de algunas instituciones oficiales. Es mucho trabajo para esconder las evidencias. El mismo que tiene levantar la alfombra y dejar a buen recaudo la pelusa cuando va a comer la suegra, para volver a levantarla al día siguiente y hacerla desaparecer por siempre jamás.
Más le valiera a quien hace eso pasar la aspiradora a conciencia una sola vez que repetir la jugada, dos. En ambos casos, además, todo sería más fácil si cuidaran de no llenar la casa de porquería, dicho sea en todos los sentidos.
Por eso me impactó ayer conocer que en la operación desplegada en torno a Serafín Castellano habían estado trabajando, durante varias semanas, dos grupos de la UDEF, unas 15 o 20 personas. No es el primer caso en el que sucede eso ni tampoco el más notable. Cuando se trata de corruptelas –y hemos conocido tramas mayores en estos años- se necesita una ingente cantidad de horas para desentrañar una maraña fabricada con el propósito de ocultar el delito. Pero además, cuando los implicados se sienten amenazados por la Justicia, Hacienda o la Policía suelen redoblar los esfuerzos para no ser pillados in fraganti. Es una gran recreación del mito de Penélope, que de noche destejía lo tejido de día para posponer la boda con uno de sus pretendientes y hacer tiempo, así, a que volviera Ulises de Troya. La corrupción es un enorme agujero por donde se pierden miles millones de dinero público no solo por la estafa, el desvío o el simple robo sino también por los recursos destinados a investigarlo, sacarlo a la luz, juzgarlo y condenarlo. A cada euro sustraído hay que sumar las horas de trabajo de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, de la Fiscalía y de la Judicatura dedicadas a conocer lo que otros han querido ocultar. Pero no acaba ahí la cuenta. Si hablamos, además, de servidores públicos, hemos de incluir el tiempo de su trabajo –pagado por todos- perdido en diseñar esas artimañas para evitar ser descubierto y en compartirlas con sus compinches. Son más horas laborables entregadas a una actividad impropia. En definitiva, la corrupción nos sale carísima no solo por lo que se lleva sino por los esfuerzos en ocultar y después desvelar lo oculto. Un coste que debería añadirse en la reclamación al condenado. De lo contrario, no está pagando, realmente, todo el daño producido por su actitud.