A pesar del triunfo de las artes, la España del Siglo de Oro sufrió la decadencia moral. Así lo refleja la novela picaresca donde aparecen personajes sin caudales, dispuestos a cualquier cosa por sobrevivir. Uno de los signos de esa decadencia era el incumplimiento de la palabra dada. Si algo caracterizaba a los caballeros andantes era su esfuerzo por cumplir lo prometido, ya fuera conquistar a una dama virtuosa, ya fuera cortar la cabeza de un dragón. Frente a ellos, los pícaros prometían y prometían para lograr sus fines pero luego olvidaban siquiera haber dado su palabra. Frente a Amadís de Gaula, Don Juan Tenorio.

Como entonces, España –y toda Europa- muestran hoy signos de decadencia en la institucionalización de la promesa incumplida. Los políticos ya no son “hombres (y mujeres) de palabra”, si alguna vez lo fueron. Hoy los programas electorales no son un compromiso sino un desiderátum. Son horizontes a los que tender pero no decálogos que cumplir. Referencias volubles, dependientes de la realidad.

La realidad impone cambios de rumbo. Así se justificó Zapatero en su última etapa; Rajoy nada más llegar a La Moncloa y hasta Tsipras, a siete meses de haber ganado las elecciones prometiendo lo contrario a lo que ha hecho. La diferencia con otros tiempos es la constatación pública y universal de la traición. Todos lo sabemos, lo vemos y votamos bajo el signo de Géminis, el de las dos caras.

Lo curioso es cómo reprochamos la incoherencia… al otro. En las últimas horas, quienes atacaron a Rajoy por no tomar ni una de las decisiones previstas, aplauden a Tsipras y desean la llegada de Podemos al poder en nuestro país. Y, al contrario. Quienes censuran las maniobras del líder griego, disculpan todos los incumplimientos de Rajoy y los justifican. Como si ambos no nos hubieran engañado también a todos.