Al grito de “fascista”. Así le propinaron una paliza a la presidenta de Vox en Cuenca, una chica de apenas 18 años. Poco importa la edad pues el hecho es igual de repulsivo, lo triste es que una vocación política tan incipiente se encuentre con ese nivel de intolerancia tan pronto. Resultaría del mismo modo intolerable si el atacado hubiera sido un hombre de 50 años y de larga trayectoria política. En este caso lo que incrementa el rechazo es la virulencia contra gente muy joven. No es así como podemos fomentar la vocación por el servicio público.
Tampoco importan las ideas. Es igualmente condenable tenga la ideología que tenga la víctima. La forma de pensar nunca debería ser motivo de linchamiento ni físico ni verbal. Sea un judío que defiende la existencia de Israel, sea un político de izquierdas que admira a la Venezuela de Chávez o sea una joven que cree defender bien a sus conciudadanos desde las posturas de Vox.
Lo preocupante es la manifestación violenta de la diferencia, la discrepancia o el rechazo. La presencia de elementos de fuerza en la convivencia, en especial, cuando se trata de gestionar el conflicto, es señal de retroceso. Es comprensible que alguien no comparta los planteamientos políticos de otros pero esa diferencia se dirime en el diálogo parlamentario. El problema es que la imagen que se está transmitiendo en los últimos años es de inutilidad del debate e inexistencia del diálogo. En los parlamentos se desarrolla una representación ante los medios de comunicación pero no un debate sereno de ideas. Ni siquiera en las tertulias adonde se ha trasladado en ocasiones la vida política. En ellas se fomenta más el espectáculo del enfrentamiento que la conclusión insulsa del acuerdo. No deberíamos extrañarnos, por tanto, de que después el conflicto se traslade a la vida cotidiana.